Resumen: El objetivo que me guía es ofrecer una serie de vislumbres de un caso clínico complejo en el que la sexualidad cobra un valor simbólico y real en la estructuración de entramados relacionales muy alienantes para las mujeres. En segundo lugar, presento hipótesis interpretativas que plasman el desenlace de la intimidad perverso-narcisista creada desde un falso self. Pretendo evidenciar una ligazón indiscutible: los procesos que articulan la identidad son los mismos que tejen la intimidad: imposibilitada ésta, no puede erigirse aquélla. Tanto la identidad masculina (¿qué significa ser hombre?) como la imposible intimidad con los objetos poseen en los fragmentos clínicos presentados un relieve importante, aportando muy brevemente hipótesis psicodinámicas para su comprensión. Se aportan significativas viñetas de la historia clínica de un proyecto fallido de psicoterapia psicoanalítica que destapó –bajo la superficie de una depresión reactiva- una estructura perversa en una personalidad como sí.
PRESENTACIÓN CLÍNICA
El paciente (H.M.), de 56 años, acude a consulta deprimido y desubicado tras su segundo divorcio. Tiene dos hijos, uno con cada una de sus exmujeres, pero mala relación con ambos. Procede de una familia industrial del campo, dedicada por tradición desde hace tres generaciones al mismo negocio. Es el mayor de 5 hermanos, todos ellos varones; su padre, fallecido hacía 15 años y la madre hacía 10. No mantiene contacto con ningún miembro de su familia de primer o segundo grado por lo que se encuentra socialmente aislado. Sus únicas relaciones sociales son ocasionales dentro del seno de grupos de Singles, en los que espera obtener algunos planes de excursiones, vacaciones, cenas o ligues, y, si ello fuera posible, una nueva pareja. Su vida cotidiana carece de alicientes fuera del trabajo, tras cuya jornada se encierra en casa viendo televisión o chateando al ordenador.
Mantiene de sí mismo una creencia (yo ideal) que sugiere rasgos megalómanos, encubridora de un narcisismo muy frágil y sobrecompensado, pero que dista enormemente de la visión que tienen los demás sobre él. Así, por ejemplo, él se define como un hombre bien situado, capaz de vivir en la mejor zona de la ciudad, tener coche de marca, que puede comprar siempre lo mejor, apuesto, que ha ido a colegios de prestigio, y que puede pagar siempre los mejores servicios (abogado, asesor fiscal, médico, psicólogo, etc.). En su disfraz de arrogante autoestima pesan como baldones tres rasgos físicos: tiene un vientre abultado, papada y ojeras, tras las gafas. Sin embargo, ante mi mirada, lo que se muestra reiteradamente es que presenta una higiene descuidada, acude lleno de polvo y con su ropa a menudo sucia, que emite muy mal olor, que habla en tono despótico y que, tras la cortesía elemental inicial, pasa a emplear un lenguaje imperativo que refleja en la transferencia el modo en que se dirige a empleados y contratistas.
Mi percepción es que me invisibiliza y no me contempla como un ser humano, pese a que –dice- se ha informado sobre mí y le han dicho que “soy la mejor”, por eso “compra y paga” mis servicios. En el transcurso del primer año de terapia, se me hace evidente que él ha comprado una función, más allá de la cual neutraliza mi condición de mujer, mi edad o aspectos de mi salud muy llamativos y significativos (por los que me vi obligada a suspender el tratamiento durante casi 3 meses), por los que jamás llegó a interesarse. Siendo muy sarcástico siempre con la indumentaria o estilo de todas las mujeres con quien trataba, con su ‘clase’ en las ropas, peinado, maquillaje, etc., jamás emitió opinión alguna sobre mi aspecto físico o mi forma de vestir, pero no porque fuera respetuoso o no se atreviera, sino porque solo me asignaba una función terapéutica que podía prescindir de cualquier componente humano. Calificaría esto como función oracular. Trato alienante e instrumentalizador en su vida diaria (sus empleados no tenían nombre para él, y el resto serían: el camarero, el portero, el transportista, el asesor…) que vuelca en la transferencia un guion relacional idéntico. Él espera que yo –al modo de una máquina expendedora- suministre soluciones a sus problemas y “le ponga en condiciones de volver al mercado” a conseguir una mujer joven antes de que se haga demasiado viejo o se estropee todavía más. Se refiere a que presenta bastantes trastornos y patologías crónicas: dislipemia severa, hipertensión arterial, soplo cardiaco, claudicación intermitente, diabetes secundaria e impotencia frecuente. Además, se cuida poco a nada en cuanto a la alimentación y otros hábitos de vida y sueño, padeciendo insomnio recurrente y/o despertares tempranos. En su negocio cuenta con pocos empleados, de quien ignora o ridiculiza y devalúa casi todos sus méritos y actitudes, y a quien trata siguiendo la misma pauta que su padre aplicaba con los empleados cuando vivía. El trato con los representantes y distribuidores que atañen a su negocio es frío, pícaro y a menudo manipulador y fraudulento, considerando que en temas de dinero están justificadas todas las deshonestidades posibles, porque “si no la metes, te la meten”.
En mi propia elaboración mental tras concluir la terapia por su abandono, he llegado a colegir que la cosificación de la función del terapeuta obedecía a la deformación de un hábito incorporado a su vida: adquiría muchos productos a través de Amazon y otras empresas de telecomercio; de igual forma, conseguía contactos en Internet, que estaban disponibles a golpe de clic y que ni siquiera tenían rostro o nombre (o éste estaba falseado), por lo que la transferencia que volcaba en mí era sobre la función que él precisaba: consejo terapéutico, y sobre el producto que él quería comprar e incorporar a su vida para su mejora personal: seguridad, seducción, atractivo, habilidad oratoria, magnetismo.
Durante los años previos a su segundo divorcio, H.M. se había aficionado a líneas de chat con mujeres desconocidas, creando ad hoc perfiles completamente falsificados en los que usurpaba fotos de individuos atractivos mostrándolas como propias. Siempre se atribuía en dichos contactos unos 15 o 18 años menos, lo que le obligaba a negar tener hijos (su hijo menor tenía por entonces unos 8-10 años), y a crear una pseudología fantástica que le llegó a poner en situaciones difíciles de solventar, por sus incongruencias y contradicciones. Con la identidad disociada en varios heterónimos virtuales, mantenía relaciones eróticas también virtuales con varias mujeres simultáneamente, pero llegado el momento de plantear un posible encuentro físico con ellas, lo eludía y se excusaba porque, naturalmente, tales encuentros hubieran descubierto la estafa de identidad que había pergeñado y, además sospechaba, su realidad (tripa-papada-ojeras-gafas) las disuadiría. Las relaciones on-line no siempre culminaban en cibersexo, pero H.M. buscaba en ellas un reforzamiento narcisístico, dado que con la infinidad de atributos deseables con los que él se engalanaba (empresa propia, dinero, vivienda bien situada, coche de lujo, barniz cultural), se aseguraba la admiración, los elogios y el deseo de esas mujeres desconocidas y a menudo solitarias y subdepresivas que le avizoraban como una lotería que milagrosamente se había derramado sobre sus maltrechas vidas. Convencido él de que le piropeaban, halagaban y reconocían a él, y no al avatar o personaje que había fabricado.
La ciberadicción invadía su tiempo de ocio y de negocio y le aisló de su mujer e hijo pequeño, siendo conocedora de la misma su esposa, ante quien él alardeaba de ciertas conquistas en la red y le hacía escuchar sus relatos de triunfos sexuales con otras mujeres, usándolos luego en su propia intimidad sexual con ella como un potente estimulante. No se trataba de un juego o menage a trois en el que la tercera participe deliberadamente, sino de un tercero excitatorio que incrementa el deseo de H.M. en un doble sentido: imaginariamente copula con dos mujeres, al tiempo que impone sádicamente a la mujer real el imperativo de asemejarse a la virtual y de ser para él una actriz/prostituta que simule todas las otras identidades de las amantes cibernéticas. La connivencia aparente de su esposa no es sino una consecuencia de la extorsión y el sometimiento que H.M. había logrado mediante el despojamiento previo de su identidad y su voluntad.
Pero retrocedamos en el tiempo para poder sustentar la hipótesis clínica que está expuesta en el título. Durante su infancia y adolescencia, era conocido y aceptado por los hermanos que su padre (D.M.) era “un putero”, que aprovechaba sus viajes de negocios para pernoctar en clubes de carretera o mantener relaciones con mujeres que ocasionalmente se cruzaban en su camino en bares u hoteles. También era evidente que su madre (R.G.) lo sabía y transigía con ello con una mezcla de rabia, humillación y resignación que le fueron agriando el carácter hasta anestesiarla afectivamente y configurar un rictus pétreo, incapaz de cualquier muestra de afecto hacia sus hijos. La ley patriarcal, el nombre del padre, poseía en ese hogar rasgos arcaicos y duros, recubiertos socialmente por una pátina de normas superficiales de cortesía (misa de domingo, buenas apariencias en festejos populares, asistencia a los colegios de pago preferidos por la burguesía de la provincia, etc.). Sin embargo, bajo dicho maquillaje, la convivencia familiar era sórdida y violenta verbalmente, abundando las descalificaciones, humillaciones e invalidaciones a la capacidad intelectual de los hijos. Convertirse en ricos, respetados y ocupar un lugar de ventaja entre otros negocios competidores, configuraba el mito familiar y se convirtió en lema para todos ellos. En dicho encuadre, los muchachos no podían entablar amistad con niños del pueblo si no tenían cierto estatus económico y no eran bien vistas sus relaciones con muchachas que no ofrecieran un claro porvenir de formación o ‘dote’ en herencia. Una infancia solitaria, en la que sus amigos escasos eran vetados por no tener el pedigrí social que la familia aspiraba conquistar, y en la que H.M. obtenía malas calificaciones y comía de cara a la pared fuera de la mesa de comedor, cual si ésta fuera un pódium al que hubiera que merecer ascender.
Cuando H.M. cumplió los 22 años, la familia se confabuló para ‘elegirle’ una novia, que era, por descontado, la más guapa de la comarca. Con ello, consolidaban su prestigio y su poder, porque no solo iban prosperando económicamente, demostrando su habilidad y sagacidad empresarial, sino que acreditaban que sus chicos poseían la prestancia suficiente para hacerse acreedores de la belleza: machos alfa, mostrando poderío en la berrea. No se trató de un matrimonio concertado al estilo del medio rural en épocas pasadas, sino de la insinuación que adquiere el valor de una orden, de la que no es posible sustraerse, a riesgo de desobediencia y ostracismo familiar.
H.M. recuerda que, desde pequeño, intuyendo por el malhumor y la frecuente tristeza de su madre, por las discusiones domésticas -donde se verbalizaban las acusaciones de infidelidad con prostitutas-, y por la jocosidad de los comentarios de su padre con su tío sobre las mujeres, desarrolló pensamientos e inquietudes hipersexualizados, quedando no obstante reducida la sexualidad a mera actividad (y no a muestra afectiva o comunicativa) y permaneciendo como un virulento tabú que quemaba su mundo imaginario con un tinte tribal y primitivo como en la alienada y alienadora sexualidad del padre. Por ello, una de las actividades obsesivas que H.M. acometía desde los 9 años era: recortar fotos de revistas con mujeres desnudas o en poses insinuantes, y transcribir pasajes de novelas (como El amante de Lady Chaterley, entre otras) donde se describían minuciosamente muchos de estos contenidos y se abría a su fantasía un sinfín de posibilidades a ejecutar en el futuro. Su escuela de sexualidad fue la promiscuidad paterna. Nuevamente, sobresale esta cualidad deshumanizada que se haría presente en H.M., ya que las mujeres eran etiquetadas como productos de consumo impersonal y efímero, cual producto de supermercado. El coleccionismo de imágenes y pasajes eróticos era, en la configuración psicosexual de un niño, un puente a la posesión posterior: recortes en un álbum secreto. La disociación patriarcal: mujer/madre, mujer/objeto de deseo fugaz, se repetía como un guion transgeneracional.
En su imaginario, él tendría que ser un amante capaz de sumar y superar todas las variantes sexuales desplegadas por los personajes literarios, cuyas hazañas admiraba y aspiraba a realizar algún día. Mi hipótesis a este tenor es que: en el coleccionismo de álbumes de recortes y pasajes eróticos transcritos, él estaba expropiando de su intimidad a otras personas/personajes para componer una identidad de súper-macho, aspecto central en sus identificaciones con la figura paterna y en la idealización del patriarcado más rancio que impregnaba el entorno familiar. Podría juzgarse que se trata de un itinerario de aprendizaje común a niños y adolescentes, pero en H.M. tenía un componente obsesivo y paranoide que desbordaba cualquier rito iniciático: esbozaba su ideal del yo más afín con la imagen paterna, al tiempo que erigía un rasgo central en su identidad: qué significa ser hombre: ser “todos los hombres”, aunar en un macho, toda una manada de machos. La ambivalencia hacia su padre admirado/odiado impregnó sus identificaciones: de una parte, deseaba ser el omnipotente comprador (conquistador) de mujeres; por otra, lo escarnecía por desdeñar y ultrajar a su madre con sus aventuras furtivas y adúlteras. Su padre (D.M.) y él mismo actuaban cual si cumplieran una consigna ancestral: los hombres tienen el derecho y el deber de demostrar que lo son acumulando el mayor número de mujeres bajo su poder, rubricado con una sexualidad parcial que despojaba de identidad (nombre, rasgos, atributos) a cuantas mujeres accedieran. No me resisto a introducir el concepto adquisición, en lugar de relación, ya que para ambos faltó siempre el reconocimiento de la subjetividad del otro (u otra), y no alcanzaron jamás una forma de intercambio en la que el otro fuera un ser completo e integrado, más allá de la función específica y temporal que le asignaran: procreación, sexo, compañía, negocio, compra-venta.
El primer matrimonio duró 10 años, y se rompió por infidelidades de ella, sanitaria en un hospital importante, y que, según él, se había acostado con media plantilla de médicos. Lo que hace de este episodio algo singular es lo que comenzó a suceder a partir de entonces: durante los meses que siguieron al descubrimiento y la explosión pública del ‘escándalo’ y que, por descontado, justificó que a ella la juzgaran una puta y que la familia de H.M. le obligara a repudiarla y a separarse de ella, es que continuó teniendo encuentros clandestinos con ella –desprestigiada como mujer pero revalorizada eróticamente como amante-, teniendo a partir de este momento el mejor sexo de toda su historia conyugal. El material con que se alimentaba el deseo de H.M. era la evocación supuesta y minuciosa de los episodios de adulterio que ella había mantenido durante su matrimonio, ingrediente éste en el que ella consentía porque se sentía adulada al comprobar en él un enardecimiento pasional que no existió durante su convivencia regular previa al adulterio y al divorcio. Mi propuesta interpretativa es la siguiente: H.M. fagocitaba las virtudes amatorias de los amantes de su exmujer, empleándolas en sus encuentros, pues trataba de demostrarle/se que él era mejor amante que ellos y podía ofrecerle a ella una mejor intimidad erótica. Asimilaba, se apropiaba y reproducía los comportamientos de sus rivales y construía imaginariamente un escenario en el que él triunfaba sobre ellos porque, buen aprendiz, emulaba la creatividad de los otros y de este modo trascendía una identidad empobrecida y torpe, deviniendo “todos los hombres” y el mejor entre ellos. No se trataba en absoluto de un intento de reincorporar al objeto perdido, completamente denigrado y aborrecido por la humillación pública que le había infligido al haberle ‘puesto los cuernos’, sino de una autorreferencial exhibición de narcisismo perverso: si él se acostaba con su exmujer adúltera triunfaba sobre el resto de los hombres (machos) que antes habían estado con ella, por lo que se coronaba como el vencedor entre los amantes.
Sin lo que precede no puede entenderse la siguiente viñeta: En sus viajes de negocios, aún en vida de su padre –actuando como testaferro del mismo y como hermano mayor- comenzó a viajar para diversificar y expandir el negocio. Casado aún con su primera mujer, comenzó su propio álbum de mujeres de carne y hueso (ya no cromos, recortes de Interviú, pasajes de novelas o postales eróticas), repitiendo la pauta paterna de clubes de alterne y relaciones furtivas, que él no computaba como infidelidades porque a su juicio no eran más que expresiones del ejercicio normal de la masculinidad que él había introyectado y sin más función que el puro desahogo fisiológico (racionalizaciones sobradamente comunes en nuestro entorno cultural y de las que están transidos millones de hombres y mujeres, contemporáneos nuestros todavía). Si se da pábulo a su confesión, habría estado con más de 200 mujeres en su vida. No es este el asunto que, no obstante, deseo resaltar ahora, sino su hallazgo del placer voyerista que pronto descubrió: solía alojarse, si era posible, en hoteles que tuvieran ventanas a parques o jardines y, aprovisionado de unos prismáticos, observaba las actividades de las parejas en los alrededores. Esta variante de su coleccionismo de estampas la expresó ante mí con bastante más vergüenza y pudor que otras y una vez más la racionalizaba como una fórmula para contrarrestar su inseguridad y su fragilidad: “no quería quedar anticuado y fuera de onda en sus prácticas amorosas y por eso absorbía con sus ojos esas nuevas ideas de la sexualidad fugaz y juvenil”. Mi hipótesis es aquí que expropiaba y robaba la intimidad de otros para construir una intimidad potencial e imaginaria en la que su propia angustia de castración no existía porque, mirando, se convertiría en competente y tendría todas las fórmulas de éxito sexual que le impedirían fracasar como hombre, ya que emulaba a “todos los hombres”. El sexo voyeur que protagonizó en la década de sus ’30, fue reemplazado por el cibersexo voyeur en su década de los ’40 y por las páginas de contactos en sus ’50. En todos los casos, una personalidad como sí, inscrita en una fantasía megalómana y perversa regida por un yo ideal delirante fagocitaba y se apropiaba de todas las aventuras sexuales que contemplaba negando su propia castración y su impotencia. Su realidad tan prosaica y sórdida de hombre cornudo, abandonado y solitario era suplantada en su voyerismo por el simulacro de un galán irresistible, sabio en sus artes amatorias, seguido y aclamado por varias amantes a quienes imaginariamente había conquistado desde sus falsos perfiles con fotos robadas.
Un episodio más en esta andadura perversa, tal vez el más sádico de todos ellos, se desarrolla durante su segundo matrimonio. Se casó con una mujer agraciada, 10 años menor que él. Durante sus primeros años de casado, él la devaluó y sometió porque a la par que mantuvieron los primeros contactos, ella estaba viéndose todavía con quien había sido su pareja anterior, en una serie de cariñosas despedidas, que certificaban la ambigüedad y las dudas que ella tenía sobre a quién elegir definitivamente. No teniendo trabajo propio ni formación completa, bastante dependiente de su familia de origen, se decidió por H.M., a juicio de él porque le ofrecía mayor tranquilidad económica y no precisaba buscarse un empleo. H.M. gusta de exhibirla en sus paseos por las calles céntricas de la ciudad, mostrando a todos que su primer ‘fracaso’ matrimonial no le ha derrotado y que no ha quedado mancillado por el adulterio, puesto que él ha conquistado a una chica joven y sin ‘cargas’ de hijos: una mujer de primera división, como la presentaba él. La intimidad sexual que van confeccionando entre ambos se va tiñendo de crecientes elementos de dominación por su parte, incorporando gradualmente ingredientes sádicos claros: por ejemplo, para su estimulación sexual, la coacciona a visionar películas pornográficas y, sobre todo, se hacía contar pormenores de los encuentros que ella había mantenido con otras parejas previas.
H.M. se irritaba y violentaba conociendo lo que su mujer era forzada a referirle -siendo falso en gran medida-, para estimularlo sexualmente y a lo que ella accedía para que acabara cuanto antes y la dejara descansar, a menudo entre lágrimas y dolorida. En uno de estos terribles momentos, ella relató que su propio padre la obligó a copular con él. El presunto incesto y otras truculentas agresiones sexuales narradas por ella obraba el milagro de vivificar una sexualidad que mostraba ya impotencia ocasional pero cuya culminación orgásmica él vivía como un desafío diario. En paralelo, su mujer acusaba el desgaste emocional de estos atropellos a su dignidad y a sus secretos, sintiendo paulatinamente que aquello que representaba su mayor bochorno personal se convertía en afrodisiaco que enardecía la virilidad declinante de su marido. Las vivencias que más la degradaban a ella eran utilizadas por su marido para despojarla de su condición de mujer y convertirla en un objeto mediador en su reafirmación sexual. La consecuencia fueron manifestaciones depresivas: llanto, abulia, repliegue, reforzamiento de los lazos con su familia de origen y, finalmente, el abandono sin preaviso ni nota explicativa de la casa conyugal. Es obvio para mí que, con ella, H.M. perpetró
Un abuso más grave que los anteriores, una violación de su cuerpo y de sus límites, invadiendo aquello que ella necesitaba mantener en penumbra y en silencio para poder respetarse mínimamente a sí misma. Como no le fue posible, pagó el precio de despersonalizarse: devino una muñeca, un personaje que exageraba estridentemente todas las transgresiones para complacer otra forma de voyerismo auditivo (las historias eróticas de las violencias sexuales de las que ella, presuntamente, había sido víctima. Mi hipótesis a este respecto es: con ella, H.M. dio un giro de tuerca más en la necesidad de construir una pseudoidentidad de macho y una pseudointimidad de marido: de cara al exterior, estaba casado con una mujer “virtuosa”, pero él la moldeaba y extorsionaba para convertirla en la intimidad en una incestuosa mujer, triunfando con ello frente a otros hombres y frente al rival-padre.
Una vez consumado su segundo divorcio, regresa sin restricciones a su viejo hábito de las páginas de contactos. Falseando y ocultando siempre las características que le avergonzaban, se aventuraba esporádicamente a tener encuentros sexuales con chicas con las que había conectado en el coqueteo virtual, pero al no atreverse a desvelar los rasgos que él pensaba que las ahuyentaría, planificaba una escena erótica que puedo entender como de antivoyerismo. En una ocasión, acordó un encuentro con una chica que tenía la misma edad de su hijo mayor, por lo que él se sentía halagado y reforzado, pero para no descubrir el engaño de ella simuló un juego: ella llamaría al timbre, él la abriría y la esperaría en la cama sin luz alguna. Él guiaría sus pasos con su voz, de tal modo que el encuentro erótico no tendría prólogo ni visual, ni de conversación. De forma tal, que él sacrificaba su pasión de ver a su joven conquista a cambio de no ser visto por ella, pretendiendo con ello mantener la ficción de ser como el joven avatar de treinta años que había fabricado en su perfil. Ella accedió, pero el tacto la sacó de su engaño y le propinó una vivencia de humillación y bochorno que ni esperaba ni sentía merecer, huyendo muy violenta por el ultraje. Mi hipótesis en este punto es que, a oscuras, H.M. jugaba plenamente con su pseudoidentidad y manipulaba al objeto como un fetiche confirmatorio de su hombría, siendo el hombre en plenitud que, desde la impostura, había creado en la representación mental de sus amantes.
Una última viñeta ilustrativa de su estructuración perversa: comenzó a viajar al Caribe tras comprobar que ninguna mujer de las que conocía en singles o en foros de internet le interesaba. Rehuía cualquier situación que pudiera comprometerle a mantener encuentros sexuales con ‘amigas’, no se preocupaba de no experimentar deseo sexual alguno hacia ellas, sino que la intimidad le repugnaba. Reducía a todas las mujeres a una burda categorización: “follables y no follables”. Pues bien, las mujeres reales a su alcance pertenecían sin excepciones al segundo bloque, pero su prurito identitario de hipermacho le dictaba que debía tener intimidad sexual con mujeres, aunque para despertar su deseo y burlar su impotencia creciente debiera recurrir a píldoras azules y a mujeres muy jóvenes. En el Caribe recuperaba –puede ser que con alguna menor- su yo ideal de virilidad sobresaliente. Lo asombroso es que, al fin, pudo renunciar a la intimidad y a la comunicación real o impostada. Solo le fue vitalmente importante para su supervivencia personal preservar lo que consideraba troncal en su identidad: ser ‘hombre-macho’, encarnar a su propio padre.
De los malestares de la masculinidad a los “molestares”.
Jablonka (2017), en una durísima obra en la que traza y reconstruye las variables que confluyeron en la muerte violenta de una chica francesa con tan solo 18 años, a manos de un desalmado delincuente reincidente, contempla los múltiples rostros de la masculinidad que forman parte de la sociedad del siglo XIX:
El espectro de las masculinidades descarriadas del siglo XXI, tiranías de machos, paternidades deformadas, el patriarcado que no termina de morir: el padre alcohólico, el nervioso, histrión exuberante y sentimental; el cerdo paterno, el pervertido con mirada franca, el padre que te da lecciones mientras te toquetea en los riñones; el cabecilla adicto, presuntuoso, posesivo, el que jamás será padre, el hermano mayor que ejecuta a manos desnudas; el jefe, el hombre del cetro, presidente, decisor, potencia invitante. Delirium tremens, vicio untuoso, explosión mortífera, criminopopulismo: cuatro culturas, cuatro corrupciones viriles, cuatro maneras de hacer de la violencia una heroína (Jablonka, 2017, p. 364).
El retrato (o perfil) dibujado de este hombre difiere mucho del ofrecido por Verdú (2001) hace unos años al hablar de las nuevas masculinidades. No se ha resituado ni ha elegido a partenaires que le ayuden a reubicarse en el nuevo ajuste de sensibilidades y géneros. Superficialmente se muestra como un ‘cavernícola’, desvirilizado pese a su machismo y al sometimiento de sus objetos. Entre todas las etiquetas diagnósticas que le son aplicables, la de “perverso narcisista”, podría ajustarle como un traje, pues para afirmarse, debe destruir. Hay una voluptuosidad en la bajeza y un triunfo en la derrota o humillación de las figuras de relación que son, a un tiempo, fútiles para su afectividad, pero imprescindibles para su afirmación masculina (Hirigoyen, 1999). Su frágil narcisismo le empuja a robar, a vampirizar a quienes trata. Luego carga sobre ellos sus propios fallos, externalizando cualquier culpa, sintiéndose víctima ultrajada. Primero enferma a sus víctimas para luego erigirse en su curador o en el atento esposo que se ocupa de sus parejas descarriadas en la depresión o en las somatizaciones. Representa ese oxímoron que es el torturador salvavidas. Vacía a sus víctimas para luego ‘salvarlas’ (Bouchoux, 2016).
Cuando Bonino (1998) se propuso “deconstruir” la supuesta normalidad masculina, achacó gran parte de la culpa a los cuatro preceptos o mandatos que han pesado sobre el hombre; imperativos que han marcado una disyuntiva sobre el ser o no ser un hombre, que, en suma, es sobre la identidad/no identidad masculina. Responder a ese implícito: ¿Qué significa ser un hombre? Se ve atravesado por cuatro ideas tan básicas que parecen los cuatro elementos bioquímicos que componen el ADN: 1) No tener nada de mujer, 2) ser importante, 3) ser duro, 4) hacer mi deseo (cumplir mi deseo). De resultas, emerge una normativa hegemónica de género responsable de organizar la producción de masculinidades que pasan por ser adecuadas, integradas, correctas, pero que esconden una amplia diversidad de manifestaciones psicopatológicas. Sin embargo, convertir en paradigmática de la normalidad/salud la identidad masculina deja oculta a simple vista la perversión y el malestar múltiple que viven los hombres y más aún el molestar múltiple que causan a los demás (compañeros, hijos, parejas), sobre todo si se trata de mujeres (de sus mujeres).
La articulación de la identidad masculina tiene mucho que ver con la acomodación a unos ideales y arquetipos que están en la cultura pero que tejen también la subjetividad intrapsíquica. Bonino, hizo un perfil certero de H.M. al escribir lo siguiente:
tener una representación de sí como varón es el resultado de la constitución predominante de una subjetividad con límites yo/otros hiperreactivos, conformada por un yo centrado en sí y en el logro con la narcisización del dominio y la violencia, un Yo-ideal de perfección elevada y grandiosa, un sistema de ideales muy elevados centrados en el dominio y control de sí y otros (…), un superyó con alto contenido de mandatos narcisistas y de crítica severa, un predomino del deseo de dominio, un deseo sexual legitimado y vivido como autónomo, la proyección y el control de la acción como formatos de reacción frente al conflicto, un desarrollo logrado de habilidades instrumentales y un tipo de vinculación desconfiada y poco empática (Bonino, 1998).
Aplicando la peculiar psicopatología con visión de género que se extrae de su propuesta, me resulta útil entender a H.M. a la luz de diversos malestares y molestares diversos:
MALESTARES MASCULINOS:
A.1. Trastornos por sobreinvestimiento del par éxito-fracaso.
A.1.1. Trastornos por búsqueda Imperativa del éxito y control.
A.1.2. Obsesiones-compulsiones por la sexualidad propia o ajena…
A.1.3. Trastorno por sentimiento de fracaso viril.
A.1.4. Retracción vital, timidez, aislamiento, falta de deseo…
A.2. Patologías de la autosuficiencia con restricción emocional.
A.2.1. Síndrome de impasibilidad masculina.
A.2.2. Alexitimia: pensamiento operatorio, trastornos somáticos, falta de empatía.
A.2.3. Fobia a la intimidad (guardar las distancias).
A.2.4. Dependencia de la pornografía.
A.2.5. Delirio de autosuficiencia.
A.2.6. Adicción a la tecnología.
A.2.7. Sobreinvestimiento del quehacer para sí.
A.2.8. Homofobia.
A.2.9. Dependencia emocional de las mujeres (parasitismo emocional).
A.3. Trastornos por sobreinvestimiento del cuerpo-máquina muscular.
A.3.1. Adicción a los gimnasios, deportes temerarios, con desgarros y fracturas.
A.3.2. Sobreinvestimiento del cuerpo exterior y desinvestimiento del interior.
A.3.3 Mal manejo de las enfermedades, hospitales, sangre, etc.
A.4. Hipermasculinidades.
A.4.1. Machismo grupal callejero, exceso de alcohol y drogas, emparejamiento con mujeres muy jóvenes,
A.4.2. Comportamientos contrafóbicos que esconden su vulnerabilidad.
A.5. Patologías de la perplejidad o trastornos de la masculinidad de transición.
A.5.1. “Perder el norte”, no hacer pie ante la falta de referencias tradicionales.
A.5.2. Ocultamiento de los ajustes que se hacen en privado para no recibir burlas.
A.5.3. Crisis de identidad masculina.
A.6. Trastornos derivados de orientaciones sexuales no tradicionales.
ABUSOS DE PODER Y VIOLENCIAS (“MOLESTARES” Y MALTRATOS MASCULINOS):
Suelen ser egosintónicos.
B.1. Abusos y violencias de género.
B.2. Abuso de poder y violencias intragenéricos.
B.2.1. Jerárquicos y generacionales: Bullying acoso a los “menos hombres” o a los “menos enterados” (fanatismo): “menos dueños de la verdad”.
B.3 Abuso de autoridad y poder político.
B.4 Patologías de la paternidad y la responsabilidad procreativa:
B.4.1. Dejación el rol continente/pro-tector parental.
B.4.2. Uso perverso de los hijos; uso sádico de la educación.
B.4.3. Rivalidad patológica hacia los hijos varones.
B.4.4. Huida o desentendimiento ante embarazo u obligaciones.
TRASTORNOS POR TEMERIDAD EXCESIVA:
Hipervaloración del enfrentamiento al riesgo. El riesgo de muerte, asegura la vida narcisista.
– conducción temeraria,
– adicción a la aventura, deportes y juegos desafiantes,
– prácticas sexuales poco seguras,
– apuestas,
– ingestas brutales de alcohol, comida o drogas.
TRASTORNOS POR INDIFERENCIA A SÍ O A OTROS/AS.
D.1. Patologías de la autosuficiencia indiferente o agresiva.
D.2. Autocentramiento: “Déjame en paz”.
D.3 Insolidaridad, despreocupación por los prójimos.
TRASTORNOS POR EXCESIVA OBEDIENCIA.
Normopatía viril o excesiva adaptación a los ideales de la masculinidad tradicional. No se queja, se pliega a la jerarquía, con la esperanza de trepar y llegar a la cúspide: trepa, aplanamiento vital, frecuentes somatizaciones.
TRASTORNOS POR REBELDÍA EXCESIVA.
F.1. Sociopatía, perversiones, antisocialidad.
F.2. Rebeldías adolescentes.
DEPRESIÓN MASCULINA: Suele ser una depresión enmascarada, camuflada bajo la acción, el ocultamiento emocional, la ira, la negación de la debilidad.
Su apariencia suele ser:
Aislamiento.
Irritabilidad.
Escapar de situaciones afectivas y sociales.
Se da el modo huraño: aislamiento silencioso, que no acepta que le digan nada, y el modo agitado, con predominio de la irritabilidad, la explosividad y la amargura. Un animal enjaulado, hipersusceptible, hiperactivo e inaguantable por sus exigencias. Suele descubrirse por sus consecuencias: intoxicación frecuente, accidentes, suicidio, asesinato de hijos…
Masculinidad y perversión se conforman recíprocamente
De entre todas las viñetas clínicas resaltadas, emerge como común denominador una evidencia: la imposibilidad de vínculo fruto del fracaso en el apego infantil y de un narcisismo primario erigido sobre bases artificiosas y frágiles (ver-ser vistos, aparentar, dominar, acaparar, poseer). La estructura perversa y cínica se sedimenta tempranamente por la introyección de la figura paterna, de muy parecidas hechuras a las propias, imagen y encarnadura de un ideal del yo deformado en la creencia de que sus rasgos llevaban aparejado el éxito social y económico, la hombría, el dominio patriarcal sobre la prole y el respeto temeroso de los plebeyos asalariados a su cargo.
Ese tipo de construcciones ideológicas y culturales persisten en mundos de pensamiento y acción que suelen quedar fuera de los consultorios, pues la incapacidad de introspección y mentalización por parte de personas tan primitivas como H.M., no demandan ayuda terapéutica que pase por la palabra. ¿Qué razones ciegas me guiaron a mí para aceptar un caso que, a juicio de Betty Joseph, podría parecer claramente inaccesible y a juicio de C.A. Paz inanalizable?: La sintomatología depresiva que en el momento de la consulta destacaba por encima de cualquier otra consideración. Filtré la dificultad de adaptación de un hombre cuyo modelo mental y su patrón cognitivo estaba claramente desajustado del contexto, de un entorno que le aislaba y repelía porque él encarnaba coordenadas medievales de virilidad y lo repelía como apestado social. Él no buscaba en la terapia resolver su sufrimiento mediante su ajuste y cambio, sino potenciando el atractivo que garantizara la perpetuación de un modelo de poder y control sobre el otro. Por lo demás, sus objetos de relación debían adaptarse a sus pretensiones, abandonándolos si no cumplían la función de objetos-narcisistas, esto es: si no eran lo bastante guapas, ricas, interesantes, jóvenes, bien decoradas…
La personalidad perverso-narcisista de H.M. desemboca en depresión ante el fracaso de las construcciones idealizadas y fetichizadas de objeto. Cuando éstas se desmontan porque las mujeres yuguladas se apartan. Destruyendo su yo ideal fastuoso pero irreal y quebradizo, emerge la depresión narcisista. Las performances perversas que he narrado (muy sintéticamente) semejan ser el equivalente teatralizado de un yo maníaco omnipotente, mediante el cual puede inventarse, crearse y construirse como un impostor siendo el hombre/los hombres que nieguen la castración del hombre real, su impotencia, vejez, inanidad, soledad. Cruz y cara de un narcisismo primario cuarteado y cuestionado, puesto a prueba e invalidado, en cada ocasión en que ha necesitado sostenerse sobre pilares extrafamiliares.
Certificación de un nuevo hombre de narcisismo depauperado por la crisis del modelo patriarcal y el advenimiento de mujeres libres, que pueden elegir (mejor dicho: pueden no elegirle), dejando en evidencia su ridiculez. Preferir la muerte antes que ser humillado o descubierto en su precariedad. La única forma de evitarlo es no admitir en su círculo a ninguna mujer igual, así puede anularlas, vejarlas o tiranizarlas.
Lo inquietante.
Crastnopol (2019), en su obra sobre micro-traumas, incluye una variante microtraumática que denomina “intimidad inquietante”. En ella, uno se apodera del otro. La dulzura de la intimidad enmascara y oculta la agresión o el abuso que se comete. En cada pareja hay que distinguir cuál es el límite exterior, pero también cuál es el límite interior que se pone: el límite de intolerabilidad. Es claro que en las relaciones establecidas por H.M. buscaba crear intimidad pero elegía una forma perversa pues eludía la autenticidad. El resultado fue una simulación que precisaba crear la “cooperación deseante y seducida de un objeto externo”. Aparentemente, sus parejas son cómplices de sus de aproximaciones perversas, pero son forzadas a una complicidad con el juego de su perpetrador, sin disfrutar en absoluto del mismo, vivido como tortura. A H.M. la ‘intimidad inquietante’ no le provee alimento psíquico alguno, mientras que a sus parejas les roba esas confesiones estimulantes con la violencia de la posesión, so pretexto de construir un lazo fuerte de entrega mutua.
Adopto el criterio de McDougall (1998) para avalar el diagnóstico de masculinidad perversa, basada en: (1) coacción (dominio, ejercicio de poder) sobre un sujeto no autónomo o vulnerable, (2) ausencia de empatía con el otro, o incluso despersonalización del otro. Por consiguiente, (3) hay una falla esencial en el reconocimiento de la subjetividad del otro, razón por la que también se produce (4) un fracaso inapelable en la intersubjetividad, en la mutualidad, en la reciprocidad y en la co-creación de un verdadero espacio de encuentro y fecundidad. Finalmente, (5) ausencia de intimidad porque no atribuye identidad al otro y porque anda buscando la suya propia.
Es patente la repetición de los guiones de vida transgeneracionales que pendulan entre lo mismo y lo idéntico, mostrando la clonación tanto en el contenido (sexual preobjetal), como en las formas (lenguaje, actitudes), y en el paso al acto perverso entre su padre y él mismo. Cada nueva repetición es una viga más en la edificación del mito familiar patriarcal. El ‘legado maldito’ que ha alcanzado tanto a H.M. como a sus otros hermanos procede de las identificaciones inconscientes alienantes (Faimberg, 1985) y opera como “fosilización psíquica”, “enquistamiento” de la masculinidad del padre-tío-abuelo[1], en una saga que se remonta al pasado (Kaës, 1998).
Busca objetos que no se rebelen, como no lo hizo la madre, que solo actuó póstumamente su ferocidad contra el padre. No por casualidad, todas las esposas de los hermanos y las suyas propias sí ejecutaron esos enactment que su madre no actuó, certificando con ello que reaccionaron a la obsolescencia del modelo patriarcal heredado. Ellas sí actuaron la protesta desgarradora que su madre reprimió.
Subrayaré una vez más la escisión del afecto, que permite desplazar toda su carga sobre una sexualidad-cosa, prosaica y no vinculante. Casi retórico y capcioso es señalar la fijación ambivalente, no integrada, a sucesivos objetos parciales que le defienden de la fusión primaria con la madre (amada-odiada) y le protegen del riesgo incestuoso que su identificación paterna podía despertar. En la medida en que las mujeres-cosa de la pornografía o los clubs, podían ser despersonalizadas y mezcladas en una amalgama de cuerpos sin rostro ni nombre, solo quedaba preservado el nombre-rostro de la madre. Y en la medida en que él emulaba las gestas de consumo sexual masivo de su padre, su donjuanismo de tarjeta de crédito, podía incorporar la potencia del padre, librándose de su fantasma de impotencia y castración.
Despojamiento de subjetividad en la transferencia
Mi incomodidad contratransferencial derivaba de la inexistencia de subjetividad y de subjetivación. Ni la poseía él ni la buscaba o se la otorgaba a los objetos de trato (fueran éstos laborales, familiares o sexuales). La forma de comunicación neutra, distante, envolvía las sesiones de un aura maquinal e irreal. Veamos: al relatar cualquier episodio, la disociación se hacía patente con el uso de la tercera persona y de las expresiones impersonales: “uno está cansado de esperar a quien no llega”, “tener éxito con las mujeres te da puntos”, “se supone que se puede encontrar a alguien más joven y guapa que quiera estar con un hombre de casi 60 años”, etc. No hay sujeto en el discurso, no hay implicación, no hay verdadera confesión o entrega de sí mismo. Su rostro, tanto como sus palabras, opacan, como si de una máquina expendedora de palabras se tratara, cualquier revelación de su mundo psíquico. Sin embargo, no veo en ello, en modo alguno, contención, represión o timidez, sino simulación. Juega a esconderse pretendiendo que el experto (la experta) le descubra, sin arriesgar su orgullo, poniéndolo a prueba, exigiéndole/me que le demuestre que valgo lo que paga por el cumplimiento de mi función.
Hoy puedo adoptar la creencia de Tabbia (2018b) según la cual la tarea acogedora de un psicoanalista: “consiste en ofrecer una “actitud placentaria” que transforme… actuaciones en significados, y excitaciones en vínculos, que transforme emociones en imágenes” (p. 3). Yo, inicialmente interpreté que buscaba esa ‘placenta analítica’ que le permitiera expandir y liberar su sufrimiento sin riesgos, pero tardó en mostrar toda variedad e inmensidad de elementos beta que fue desgranando, y aún hizo falta más tiempo hasta que mi mente pudo metabolizar la toxicidad que contenían y devolverlos transformados en elementos alfa, integrables. Tal fue mi ruta de viaje terapéutico, la aspiración que estimuló mi furor sanandi, pero claro es que fracasé en mi empeño. No podía haber intimidad porque no había intersubjetividad. Ni él era sujeto, sino arquetipo, ni yo era sujeto, sino función. Su repetición transferencial era la de una transacción comercial más; él esperaba réditos, no cambios, y yo era un vendedor más a quien engatusar con la autocompasiva imagen del ‘pobre de mí’.
H.M. reclama de mí una función-ordenador (oracular) convirtiendo la sesión en un simulacro de encuentro, reproduciendo el modelo de contacto cibernético que mantiene en sus redes sociales. Cada sesión deposita ante mí el encargo de procesar mentalmente un conjunto de síntomas o malestares, demandando de mí que ponga en su “carrito de la compra” virtual un elenco de soluciones y estrategias que luego intentará aplicar en su vida. Por ese motivo, mientras yo hable y le aclare, le interprete o le demuestre que intento conseguir algo, no es necesario registrar ni mi estado, ni mi aspecto, ni mis condicionantes físicos severos durante un tramo de la terapia. Yo fui despersonalizada en la transferencia como lo eran los contactos virtuales a los que acudía, o los compañeros fortuitos en sus reuniones de singles y las figuras intercambiables con las que se relaciona en los clubs o en sus viajes de negocios.
H.M. me hizo pensar en un estilo de transferencia operatoria (Zubiri, 2018). Su lenguaje descriptivo, enunciativo y concreto, revelaba padecer una grave alexitimia así como una fuerte disociación, un vacío pronunciado del nivel fantasmático e imaginario. Un agujero negro que hace densa la ausencia de mente tanto en él como en toda la red familiar y de la que dan cuenta sus numerosas y graves expresiones psicosomáticas. Nunca faltó a una sesión ni se retrasó, incluso a menudo solicitaba más sesiones de las acordadas semanalmente, pero no por ello abandonaba el estilo operatorio ni lograba ligar su angustia difusa con significantes verbales o emocionales.
La cortesía formal a la entrada y a la salida de sesiones es un envoltorio que trasmite una microagresión y que ejercía sobre mí en la transferencia un efecto microtraumático por encubrir los ataques al objeto que comprendían el transcurso de los cincuenta minutos de cada sesión (Crastnopol, 2019).
La impostura
Preguntándome acerca de todo ello, colijo que tras la envoltura perversa se aprecian dos problemas: la simulación (pseudoidentidad, personalidad como si, pretend mode) y la inexistencia de espacios intersubjetivos (intimidad). López Mondéjar (2019) acuñó la expresión hombres huecos, casi como si hubiera conocido a mi paciente. Claro es: si no hay sujeto, no puede haber espacio intra ni intersubjetivo. Si no hay sujeto auténtico, solo cabe la simulación relacional de relaciones decepcionantes y vacías. Las mujeres no son ‘objetos’ externos y no dejan en su psiquismo objeto interno alguno. Tan solo son ‘objetos de consumo narcisista’. La causa es temprana, viene de la incapacidad de amar de la madre: “no se produjo esa fusión necesaria con un objeto amoroso, esa alienación necesaria para posteriormente poder separarse y construirse. Un «yo» normal va a encontrar en condiciones corrientes un refugio en ese narcisismo sano, en ese amor a sí mismo” (García Beceiro, 2016). (H.M.) carecía de ese refugio.
El uso recursivo de las identidades falsas en las redes de contacto y su identidad fallida me remiten a la personalidad del impostor. En el retrato que hace García Beceiro (2016) del mismo, se vislumbra el hambre de identidad, la oquedad, el vacío narcisístico que conduce a buscar alguna clase de reconocimiento siendo otro. La solución maníaca o huida hacia delante del duelo no realizado por lo que no recibió de amor materno, degenera en un uso instrumental de los objetos de amor, cuya función es llenar su falta de ser. Se da una alternancia entre las identidades simuladas grandiosas y deseables (en sus juegos depredatorios con las mujeres en internet) y la identidad victimista, quejosa y melancólica que muestra al comienzo de la terapia. Ha recibido el máximo daño y causa el máximo dolor. Nunca pudo habitar cómodamente su propio yo; no construyó un narcisismo saludable, sino lleno de heridas e imaginó que la solución estaba en recibir el refuerzo que las mujeres darían a sus alias. Intolerante a la verdad ni en sí mismo ni en ellas, sus objetos amorosos son pseudoobjetos que no le importan sino como alimento narcisista a la identidad que parasita. Racamier (1986) lo denominaría “caracterosis perversa” y Paul Dennis “perverso narcisista” (2012): lo erótico, aunque parezca ocupar un lugar relevante, solo está al servicio de la elevación narcisista de un yo inflacionario.
Se da una suerte de mecanismo de transformación en su contrario, pues cree que el triunfo para él está en pasar de la pasividad del hijo que acata y traga a la actividad del hombre que impone y fustiga. Las formaciones reactivas son también evidentes en sus mecanismos contradependientes. Tal como expresan Schejtman el al. (2017), y como comprobamos en H.M. en relación a sus parejas, la analidad ensuciadora y destructiva que vierte sobre ellas impide el desarrollo de la subjetividad de sus objetos relacionales. Obligándolas a ver pornografía, a oír sus gestas eróticas a través de la red, a detallar sus relaciones previas pese a su carga traumática, logra privarlas de voluntad y deseo propios, fagocitando y expropiando su intimidad, rompiendo cualquier posibilidad de separación entre ambos, absorbiéndolas hasta alcanzar una fusión simbiótica.
La imposible Intimidad
Cuando la duración de algunas de sus parejas le hubiera permitido crear un espacio intermedio íntimo, lo evitó aterrado. En esos momentos, fomentaba el escaparate narcisista: deseaba ser visto y admirado acompañado de bellas esposas que confirmaran su éxito y su condición de macho envidiado. El rechazo de ellas era vivido más como amputación que como pérdida, pues no es el objeto lo apartado, sino un atributo de su valor narcisista. La calle resultaba fóbica para él sin la compañía de una mujer bella, percibiendo entonces su fracaso de ser un hombre mutilado en su masculinidad. Complementariamente, el hogar era una jaula de leones y el placer de la intimidad una quimera (Bleichmar, 1999). La dulzura del exhibicionismo está en eludir la castración. Solo era hombre en la mirada de otros hombres que reconocieran su conquista; «Al perverso se le hace intolerable la intimidad, tanto la propia como la ajena (…), la acción del perverso atraviesa y penetra los más recónditos intersticios en donde la intimidad del otro, mora» (Tabbia, 2018b, p. 195).
Retrospectivamente, tiendo a pensar que su progresiva y casi constante impotencia se mostraba como un ensayo de neurosis, un modo de abandonar su recalcitrante perversión narcisista. Comenzó a suceder cuando comenzó a dudar de su valor narcisista como hombre. Cuando debía medirse con la mirada de una mujer deseada, entonces temía fallar y fallaba. Acaso entonces llegara a contemplarse con la mirada de ellas. Acaso entonces podía comenzar a elaborar una teoría de la mente acerca de lo que ellas veían y su yo ideal maníaco se derrumbaba, se caía, metaforizado en su pene flácido.
Al no haber conservación del objeto más allá del fugaz arrebato pasional, sobrevenía el vacío que empujaba a una nueva búsqueda compulsiva. Destaco lo siguiente: siente dañada su imagen pública tras los divorcios; habla de sí mismo como un leproso social, se avergüenza del fracaso que proyecta en los ojos de sus paisanos. Pasear a solas lo estigmatiza y ha de fingir que camina presuroso a algún asunto. Por ello se refugia en su casa los días de fiesta o se embarca anónimamente en un crucero donde su soledad le cuestiona menos.
Sin embargo, el dolor narcisista que manifiesta no es tanto por no tener intimidad, sino porque los demás sepan que no la tiene, que está incompleto, que ha perdido el don de la conquista. El temor al encuentro fortuito con los objetos menospreciados y a recibir la mirada desvalorizante de sus vecinos-jueces, acrecienta su pudor y le recluye. Huye de su vulnerabilidad narcisista y de su ansiedad a ser visto solo, mediante la pornografía y la cibersexualidad que le proveen de una artificial exaltación de poder maníaco. Mirar es una forma de entrar parcialmente en el objeto, de asegurar la proximidad sin el riesgo al rechazo, la humillación o la burla: «si el paciente se siente menospreciado intenta revertirlo por medio de la incorporación de la superioridad y la proyección de la inferioridad» (Steiner, 2017, p. 224).
La intimidad, lo hemos dicho más arriba, es condición de la subjetividad (Martínez Álvarez, 2010) y requiere una apertura a lo más particular del sujeto y un permiso para co-crear con alguien un espacio permeable en el que el yo y el otro penetren sin violencia ni miedo. Para él, la mujer solo cumple una función de sostén de su narcisismo, pero sería una amenaza si fuera reconocida en su separación e individualidad; razón por la que, para autorregularse, precisa anular y absorber todo rasgo que la personalice. Él invade, avasalla, culpabiliza, castiga y violenta para no sentirse forzado a reconocer su espacio propio y sostener la ilusión de dueño de todo. Se concluye que la mujer es el objeto narcisizante del que se nutre vaciándolo, cortando todas las vías posibles de apego. Puede decirse que toca sin encontrarse con el objeto, desafectiviza a sus contactos, apartándolos de su piel y su proximidad inmediatamente, como si sus cuerpos desprendieran radioactividad. Tras la brutal avidez posesiva (Fernández-Villanova, 2018), exhibe autosuficiencia y desprecio. Tal como han recreado Aisemberg et al. (2017), no alcanza a crear el ‘borde íntimo’ en virtud del cual la piel deja de ser frontera y membrana y pasa a ser punto de contacto e intercambio.
Fernández Miralles (2011) defiende la hipótesis de que este tipo de hombre no trata mejor sus necesidades de apego y afecto de lo que trata las necesidades de los objetos de su entorno, por lo que la propia masculinidad es un síntoma. Prescindir de la ternura y el apego es, en estos códigos terribles, devenir un hombre ante la mirada de otros hombres, salir de la urna de la infancia donde la madre y lo femenino tendrían un lugar. El ideal del yo del devenir masculino comporta y hasta exige abandonar cualquier barrunto de feminidad en sí mismo, y el reconocimiento de lo femenino como algo positivo. La alienación identitaria de H.M., como la de tantos hombres aferrados al modelo patriarcal de dominación, pasa por reprimir cualquier componente de sus necesidades emocionales, ora por infantiles, ora por femeninas: la roca viva de la pasividad de la que Freud habló en Análisis terminable e interminable (1937).
De las tres formas de relación que Levy (2018) glosa de Meltzer: ocasionales, contractuales e íntimas, obviamente H.M. alcanza las dos primeras, pero no ha logrado jamás la tercera; llega a concebirla en el pensar, pero no llega a anhelarla en el sentir porque teme la renuncia al poder totémico que ello supondría. Cuando sale del refugio esquizoide que supone su casa y su trabajo, donde puede sentirse abrumado por sus vacíos y fracasos, incluye en su pseudointimidad relaciones ocasionales (sean éstas de sexo fortuito o de amistad pactada en los clubes de solteros), o relaciones contractuales (matrimoniales y de páginas web) que, sin embargo, no tienen mayor valor subjetivador, porque no admite la diferenciación ni la distinción de peculiaridades. De hecho, él renuncia a cualquier dato personal que las mujeres quieran aportarle: gustos, intereses, circunstancias familiares, incluso ‘escupe’ violentamente su desinterés y desprecio por todo ello, “le aburre que le cuenten cosas”, dado que eso dibujaría un perfil más completo e integrado de ellas y le obligaría a desvelar su impostura, dado que él no es quien dice ser en las redes. Para H.M., el control sobre los objetos eróticos, dosificando su presencia-ausencia, su grado de implicación, su volatilidad o permanencia, es condición de garantía de su dominio del espacio psíquico sin riesgo narcisista. No olvidemos que: «La intimidad es entonces condición y efecto de subjetivación, de identidad» (Guillén Jiménez, Sáez Rodríguez, Sánchez-Palencia Ramos y Gállego Valverde, 2017, p. 146), por ello la rehúye.
El deseo, completamente disociado del amor, se agota con la pura descarga eyaculatoria. Meramente expulsivo, no introyecta nada del objeto, porque el objeto es solo eso: objeto, y no siendo sujeto no puede darse, sino solo prestarse temporalmente al pasaje al acto del deseo. Para «habilitar la intimidad» (Granados Pérez, 2017), tendría que haber dádiva, entrega, y no solamente uso, explotación, apropiación del objeto. H.M. se limita a reproducir el esquema relacional paterno, como una condena transgeneracional (Sánchez-Sánchez, 2015).
H.M. y sus parejas coluden en un lenguaje perverso y sado-masoquista, creando un monstruo en el espacio intermedio entre ambos, normativizado con el uso, y configurando un lenguaje relacional implícito que ambos aceptan tácitamente: “es lo que hay-es lo que puede haber-es lo que debe haber”, hasta que la presencia de algún tercero (los amantes en el caso de la primera esposa, la familia en el caso de la segunda y los amigos en el caso de la tercera pareja) introduce la valoración dramática y actúa como cuña separadora al perfilarse con claridad el maltrato (Davins et al, 2012). Cuando los terceros resignifican la escena y las colusiones, comprueban su despojamiento, el vaciamiento de su identidad, la fagocitación a que han cedido, víctimas propiciatorias en el altar narcisista de H.M.
En cuando a las razones del impasse terapéutico que condujo al abandono del paciente, observo la imposibilidad de construir intimidad en el trabajo analítico (la atmósfera de que habló Ferenczi), tanto por mi defensividad contratransferencial ante sus maniobras de despersonalización e instrumentalización (que persistían pese a ser interpretadas), lo que a juicio de Tabbia (2018a) degrada la función alfa del terapeuta, como por su reluctancia a recibir y mentalizar visiones de sí mismo que amenazaran su estabilidad en la posición maníaca lograda con sus triunfos perversos. El resultado de todo ello es la soledad, que es refugio y garantía, por una parte, y aterrorizante por otra, porque no ha logrado incluir ningún objeto suficientemente bueno habitándola (Winnicott, 1958).
Vampirización del objeto-mujer
Este hombre es un arquetipo de cierta masculinidad que hoy quisiéramos extinta. Un patrón que mantiene viva la vieja guerra de los sexos, pues no está dispuesto a ser con el otro ni para el otro o desde el otro: solo sabe ser contra el otro. Como refleja Fernández Miralles (2011), glosando a Kaufman:
Todo el modelo patrocéntrico, patriarcal, se sustancia en esa fractura que provoca la negación del otro como condición de la propia existencia. El otro es negado, pero como no puede desaparecer (salvo en situaciones extremas) es reducido a la categoría de objeto, es despojado de su subjetividad.
H.M. cumple con todas las limitaciones de la capacidad de amar de la que habla Kernberg (1995, 2011): no posee confianza en el otro, sino que lo destruye para no reconocer su otredad y no admitir su envidia inconsciente (a su atractivo, a su dulzura, a su simpatía); no perdona ni repara las imperfecciones o fallos del otro, sino que castiga y chantajea a sus parejas por ellos, cobrándose siempre un tributo de expropiación y alienación; ignora las necesidades del objeto y no abandona la rivalidad sino que impone la prevalencia de sus caprichos; no flexibiliza ni adapta el lenguaje sexual sino que lo estereotipa, de forma que en vez de incorporar al otro, cambia de pareja para no cambiar de estilo ni de sentido sexual; finalmente, tampoco hace duelo al ser abandonado o rechazado, sino que sustituye al objeto, envileciéndolo aún más para así salir triunfante.
Puedo pensar que se trata de una complementariedad enloquecedora, o que estoy ante un «enlace pasional maligno» (Abelin-Sas, 2004), pero creo que hay una falla primaria en el desarrollo del narcisismo primario y la identidad tan frágil y vacilante, que no favoreció la resolución de una vergüenza primaria oculta (Lansky, 2010) y la sobrecompensó con una indignación incontrolada (Crastnopol, 2012) a través de pasajes al acto perversos y manifestaciones de un narcisismo intratable (Kernberg, 2014) que usa a los demás como asistentes personales expendedores de gratificación en el corto plazo.
Mención especial merece en el análisis del caso, el papel desempeñado en la relación perversa de objeto el uso de internet, causa detonante directa de la ruptura de su segundo matrimonio (al menos la causa que figuró como emergente en la solicitud de divorcio y la razón públicamente exhibida por su exesposa), y su segunda (¿o primera vida?) paralela en las redes. Canestri, prologando el incisivo y preclaro libro de Burdet (2018) parece estar pensando en H.M. cuando escribe:
«(El ordenador) exalta una falsa autonomía, niega la soledad y utiliza la exhibición permanente en una búsqueda desesperada de reconocimiento nunca satisfecho. Que confunde, obnubila el tiempo en un continuum de ficticia presencia, que incrementa en exceso, sin medida, la excitación ex terna e interna, que hace proliferar la pornografía, que fractura la relación entre sexo y afecto y convierte el afecto en una mercancía más. Que hace prevalecer la escisión sobre la represión como mecanismo de defensa, dando lugar a psiquismos disociados, fragmentados. Que privilegia el valor fetichista del objeto amoroso pues uno vale el otro» (Canestri, en Burdet, 2018, p. 4).
La recurrencia a los contactos online ejerce un papel excitatorio y calmante, como cualquier adicción a sustancias. Solo que hablamos de sustancia-persona, aunque virtual, intangible, inapresable, ficticia, teatral, quizá inexistente fuera del simulacro. Burdet habla de la irrelevancia del otro del intercambio, de la descarga de sobreexcitación para lo que sirve cualquiera que cumpla los requisitos fetichizados por el deseo caprichoso y voluble. La doble faz que presenta H.M. es la del desesperado y la del apaciguado por la red. Es un esclavo de la cantidad sobrecompensando un gran vacío identitario. Internet es el pecho inagotable y pródigo. Succiona con avidez sus imágenes y mensajes hasta altas horas de la noche, con un hambre inextinguible, pero inmediatamente defeca y denigra a los objetos que le han nutrido e hinchado, cuando a la mañana siguiente se ve incapaz de soportar la soledad (Goldiuk, 2018). Abonado a la promesa infinita e inacabable de satisfacción, su alivio y su veneno provienen de la misma fuente y, curiosamente, estando el mundo real tan cerrado para él, este supermercado de la carne está abierto 24 horas cada día. Le tranquiliza la accesibilidad del producto y se siente colmado con un coleccionismo de sensaciones fugaces pero evanescentes que perpetúa la imagen del Don Juan en una trágica parodia.
[1] Todos los hermanos se han divorciado, uno de ellos estuvo en la cárcel por violencia de género y otro tiene una orden de alejamiento de su exmujer.