En estos días una noticia ha conmovido al mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) –según han informado diferentes medios– incluyó a las personas que no forman una relación de pareja en el grupo de los “infértiles”. El fundamento de la decisión radica en la buena intención de ampliar derechos, esto es, que aquellas personas que no pueden procrear por motivos biológicos puedan acceder igualmente a la fertilización in vitro. No obstante, como suele ocurrir con las buenas intenciones, pueden producir un efecto sorpresivo. En este caso, la conclusión que se desprende casi de manera literal a partir de la sanción es ¡afirmar que ser soltero es una discapacidad!
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos, ese revés que expone la declaración de la OMS, ¿no impone pensar que puede haber algo sintomático en la soltería? Cuando digo “sintomático” no me refiero a algo patológico en sentido estricto, sino a un uso amplio de la palabra, es decir, como sinónimo de “conflictivo”. Un síntoma es un modo de resolver un conflicto y, a veces, hasta puede ser lo más sano que alguien hace en cierta circunstancia. Por ejemplo, así como una noche de fiebre intensa es parte –en algunos casos– del proceso del restablecimiento del cuerpo, un síntoma psíquico puede ser la mejor manera de atravesar un conflicto que, hasta ese momento, permanecía mudo. Esto vale tanto para fenómenos cotidianos de la vida de un niño, como cuando llama la atención de sus padres y, para el caso, les devuelve un mensaje que invierte su expectativa –recuerdo a esa madre que preparó a su hija para un examen durante una semana entera y esta reprobó en el tema más evidente y que era de mayor interés para la madre, ¿no alcanza esta situación para que el síntoma señale que, antes que de un déficit cognitivo, se trata de una pregunta (“¡Me lo hizo a propósito!”, dicen algunos) acerca de cómo hay cosas de su madre que esa niña se niega (porque no puede o no quiere) a escuchar?–; pero también vale para la vida de todo adulto, como le ocurre a ese varón que se pone celoso cuando empieza a sentirse enamorado. Aquí los celos no son algo patológico sin más, un error que deba ser erradicado sin más, sino la oportunidad de una interpretación que sobre todo cambie la vida de quien ama. Es esta la diferencia entre síntoma y problema, según la cual este último se resuelve objetivamente, dado que requiere una solución que le ponga término en la realidad, mientras que los síntomas llevan a que cambiemos nosotros, para que la realidad pueda cambiar después. Si yo soy celoso, puedo alejarme de la mujer que amo para no sentirme así; puedo ponerme posesivo y arruinar la relación; y así muchas más reacciones que evidencian tratar mi síntoma como si fuera un problema. Ahora bien, si me decido a analizar mis celos, aprenderé seguramente a vivir el amor de una forma diferente, con menos dependencia y temor. No se trata, entonces, de que mi síntoma tenga que ser eliminado, sino de que lo atraviese para que lo más profundo de mi ser tenga otra chance de vivir. Seguramente no dejaré de ser celoso, pero sí podré evitar actuar mis celos –despejar las infinitas suposiciones a que me llevan, las malas intenciones que no puedo dejar de atribuir y otros condimentos que cualquier celoso conoce– para no dañar al otro ni echar a perder una relación por inseguridad. Volvamos a nuestro soltero.
En cierta ocasión Jacques Lacan se refirió a la “ética del soltero” (a partir de un comentario al escritor Henri de Montherlant y su novela Los solteros): soltero no es quien no tiene pareja formal (marido o esposa), un soltero no es alguien a quien le falte la pareja, sino aquel que rechaza que su lazo con otro pueda ser el de una pareja. Ser soltero es más bien una actitud psíquica y, por lo tanto, alguien puede estar casado legalmente y portarse como un soltero –por ejemplo, cuando evita hablar de su pareja en público–, tanto como puede haber quien no tenga una relación regular ni conviva con otra personas, pero en sus encuentro ocasionales no se niegue a la interpelación del otro, al compromiso que puede implicar el vínculo amoroso cuando no se trata al otro como un mero instrumento de placer personal. Soltero, entonces, es quien no quiere saber nada de un lazo que lo comprometa con otro. ¿No es lo que le pasa al celoso que mencioné en el párrafo anterior, que huye para evitar el conflicto y prefiere la comodidad de estar tranquilo, quizá siempre en relaciones que solo se basan en la seducción? ¿No es el caso de aquellos varones que, hoy en día, dicen “No busco nada serio”? Me interesa que Lacan habla de una “ética” para referirse al soltero, porque sin duda tiene que ver con una forma de posicionarse y de actuar. Ser soltero no es un estado civil, sino un modo de andar en la vida y de relacionarse con los demás. Por eso al principio califiqué de paradoja el resultado de la noticia de la OMS: no creo que los solteros sean discapacitados, sino que son personas que eligieron un modo de vida basado en desconocer el compromiso con el otro. Es claro que la OMS y yo no hablamos de las mismas personas, sino que tomo esa noticia para partir de un síntoma social: la dificultad para formar vínculos amorosos duraderos.
“El soltero es el que se hace el chocolate solo”, dijo también Lacan en el seminario El reverso del psicoanálisis, esta vez con una alusión al artista Marcel Duchamp. Sin duda, de acuerdo con la metáfora culinaria, podríamos sostener con ironía que quien logra cocinar para uno solo es una persona que está gravemente enferma (¡lo digo en chiste! Como contrapunto a lo que antes dije que un síntoma no necesariamente es algo patológico). Es que al cocinar para uno solo siempre corroboramos una especie de “falta de proporción”: o bien no es suficiente o, por lo general, queda un resto. Entonces, ¡conflicto! Hay diversas formas de tratar ese resto conflictivo, ya sea ponerlo en el freezer, guardarlo en un tupper como almuerzo para el día siguiente, comerlo sin ganas tan solo para que no quede o no tirarlo. Tan solo. Y muchas personas hoy dan cuenta del profundo malestar que les causa cenar en soledad, ya sea porque lo hacen mientras miran televisión o están en la computadora, o parados junto a la mesa o directamente de la olla. Sin duda la soltería tiene un costo muy grande: “Cuando sos joven podés coquetear con las ganas de quedarte sola, porque siempre hay alguien en alguna parte, para visitar, para que venga a visitarte, si no estás con pareja, están los amigos, pero con los años la soledad ya no hace compañía”, me dijo hace poco una mujer que rondaba los 40 años
Ese resto conflictivo (“sobras” se lo llama a veces) que se produce en el momento de cocinar y comer, instituye la hipótesis de que el ser humano puede estar abierto al encuentro con el otro en el más trivial de los actos. En efecto, nadie cocina para sí mismo y como resto obtiene una paella. Nadie hace una orgía gastronómica cuando está solo, sino que reserva ese resto que invita a un otro o, mejor dicho, que hace del otro un invitado. No por nada muchos encuentros amorosos inician por la invitación a cenar.
La noticia de la OMS es inquietante. Nuestra época está obsesionada con hacer de las cuestiones sexuales un asunto de “salud”. La creciente normativización biopolítica a que esto conduce podría ser preocupante. Científicos y especialistas investigan las más diversas maneras de cercar el sexo: otra noticia reciente –basada en esas triviales investigaciones de científicos de Connecticut, Michigan, Massachusetts u otra ciudad norteamericana, que los portales matutinos replican– afirmaba que tener sexo durante la mañana estimula el ritmo cardíaco. Sin embargo, nadie se pregunta por qué en la sociedad actual mucha gente no tiene con quien compartir una cena. En este sentido el psicoanálisis es la única práctica que interroga a contrapelo los actos mínimos por los que alguien sufre en su vida cotidiana.
La comodidad ante todo
Es una queja habitual, en nuestros días, la denuncia de que los varones rehúyen los compromisos. No solo no quieren casarse, sino que marcan todo tipo de distancias con sus “parejas” (a las que incluso llaman “la chica con la que estoy saliendo”). Se ha pasado del nombre propio de la enamorada (que tanto costaba confesar) a la descripción definida: “la vecina del tercer piso” o “la amiga de la prima de un amigo”.
“Así estamos bien”, suelen decir los varones; o bien, ante el menor avance de ella: “No te confundas”, como si el deseo pudiera no implicar una confusión, ese punto en que el encuentro sale del anonimato y se convierte en una relación. El varón de nuestro tiempo, en muchos casos, rechaza esta coyuntura, como si se hubiera apoderado de él una suerte de tabú del contacto. Por esta vía, actúa cierta posición cínica que no es más que un modo de conformismo narcisista. Se rechaza la interpelación del otro, se prefiere hacerse reconocer como deseante antes que realizar un deseo. Por eso a veces alcanza con la seducción virtual, con la galantería que no lleva al encuentro, que queda en el mero flirteo.
Eventualmente, se puede permanecer en esta actitud durante mucho tiempo. Era el caso de un muchacho al que, en cierta ocasión, le pregunté: “¿Cómo se llama la chica con la que estás saliendo hace un año?”. Sin embargo, mi pregunta no lo incomodó. El soltero contemporáneo es impermeable al tiempo y sus efectos, esa incidencia del factor temporal que en psicoanálisis llamamos “castración”.[1] De este modo, la ética del soltero es la de quien nada quiere saber de la castración, es decir, de la pérdida que constituye el erotismo. Si alguien no está dispuesto a perder, tampoco podrá amar mucho. Porque ¿quién puede dudar de que el amor es una pérdida de tiempo? Los enamorados pierden tiempo cuando divagan mentalmente y piensan en quien aman en lugar de hacer las cosas que tendrían que hacer; pierden también dinero, ¿o no es común escuchar hoy en día que muchos varones evalúan las salidas con mujeres como un “gasto”? El soltero, en cambio, prefiere mantenerse –de acuerdo con el título de un libro de Eva Illouz– en una “intimidad congelada”,[2] a veces capturada en un perfil de red social, en el que todas las posibilidades son virtuales y, por lo tanto, ninguna se efectiviza.
Recuerdo otro caso. El de un muchacho que me hablaba de una conferencia de Michel Foucault sobre la muerte del autor. Realizaba toda una explicación intelectual sobre el sujeto en la modernidad y el yo posmoderno confundido con el murmullo anónimo del lenguaje. Le dije que esa “confusión” bien podía justificar la cobardía: firmar algo siempre tiene un costo. Se rió y recordó haberme dicho antes que, para él, el matrimonio no era más que una firma. Sin embargo, había que ir a firmar… Quedó tocado y continuó: tenía la fantasía de que formalizar el vínculo con su “chica”. Me reí de que también la llamara “compañera”; entonces le dije que compañía se hacían los pájaros. Él entendió que yo había dicho: “los pajeros”. En fin, si formalizaba la relación ya nada sería igual y, por cierto, no lo sería. Se lo confirmé.
“Firmar como novio”, dijo, y se rió nuevamente al pensar que esta era una función vacía. “Es ir a poner la cara en las reuniones, estar para la foto, hacer el papel de boludo”. Yo escuché otra cosa y le dije que, en su caso, era también una manera de evitar la fantasía de ser engañado. Solo a los novios se les mete los cuernos. “Oh sí, estoy mirando a tu novia ¿y qué?”, le canté (una canción de Babasónicos). Y, por unos segundos, con esa irrealidad instantánea que a veces tienen las sesiones de psicoanálisis, cantamos juntos.
Luego se acordó del famoso chiste en que una chica dice que tiene novio y el seductor responde “No soy celoso”. “No autorizarse a ser el novio para evitar los celos”, le dije.
No obstante, ¿no se trata de que todo varón condescienda a ser un poco cornudo para ser el hombre de una mujer? En un viejo seminario de 1996, pero aún de mucha actualidad, Phillipe Julien recordaba que ya el escritor Francois Rabelais, en el siglo XVI, decía: “Toda mujer, aunque estuviera en cierto modo satisfecha sexualmente por el hombre, siempre está como en otro lugar”. Lo interesante es que Rabelais llama a esta actitud “coquage” (de acuerdo con el tesoro de la lengua francesa: “poner los cuernos”). En definitiva, la puesta de cuernos es un rasgo inevitable del matrimonio, que nombra más bien que a una mujer no se la puede poseer (¡cuántos casos de feminicidios se explican por ese deseo de posesión!), no se la puede tener “toda” (¡el pobre varón paga con celos esa impotencia!), salvo que se la tenga como perdida; pero ¿qué significa “perder a una mujer”?
Las mujeres son del padre
En su libro Tótem y tabú, Freud propuso un mito originario de la civilización: en una época primitiva, habría habido un padre que poseía a todas las mujeres a costa de los hijos. Fue duramente criticado desde diferentes sectores: filósofos, antropólogos, y aún hoy ciertos sociólogos se burlan del padre del psicoanálisis. Sin embargo, Freud jamás quiso reconstruir un momento históricamente verdadero. En todo caso, el mito freudiano es una suposición presente en la fantasía de todo varón. Detengámonos en el contenido de esta ficción.
La idea de que habría habido un momento primitivo en que el padre gozaba de todas las mujeres, y que solo tras la muerte del padre, los hermanos se reconocieron como tales, en un pacto que recuperaba (a través de la culpa internalizada) la posibilidad de un lazo, esta vez entre semejantes, es algo que se desprende de situaciones concretas. Es el caso, por ejemplo, de todo varón que vacila ante la más nimia (y, por eso mismo, crucial) de las decisiones: la de ponerse de novio o establecer una pareja.
¿Cuántas veces he escuchado a varones ofrecer los más diversos argumentos para evitar dar ese paso? Porque “si me pongo de novio, entonces no voy a poder salir con otras mujeres”, decía un muchacho, para quien la fidelidad no era (sus dichos lo demostraban) una imposición abstracta (un ideal social) sino una consecuencia ética de su acto, por lo tanto, mejor mantenerse un paso detrás de esa implicación y declararse “poliamoroso”, pero de una forma particular: hacer del poliamor un modo de pedirle al otro que le permita (casi un pedido de permiso) tener otros vínculos. O bien, el caso de otro joven que sufría esta coyuntura con una encrucijada que podría ser típica (en la neurosis obsesiva): al ponerse de novio y visitar por primera vez la casa familiar de su pareja, siempre –y en esa fatalidad se reconoce el síntoma, el retorno de un conflicto no resuelto– se encontraba con que le gustaba también la hermana de su novia. Podría haber sido una amiga, o una prima, o cualquier otra mujer que sirva a los fines de expresar el desgarramiento del ser moral que impone una decisión de este tenor.
Por eso muchos varones de nuestro tiempo directamente optan por ahorrarse el conflicto. Y valga la metáfora del ahorro para denotar el carácter avaro de esta posición. Realizan lo que llamo una “regresión al erotismo anal” –basado en la retención y en no querer perder nada– que los deja en una actitud especulativa y calculadora. Pueden parecer grandes seductores, pero son dosificadores de un amor que se da con cuentagotas. Dan lo (poco) que tienen, cuando el amor es dar aquello que falta. Quien da lo que (le) sobra, no ama; que solo ama quien da lo que (le) falta es obvio si pensamos en que, en última instancia, quien ama se da a sí mismo o, como dice la canción de Sui Generis: “No pido nada a cambio de darte, lo poco que tengo, mi vida y mis sueños”.
Por lo tanto, ¿qué posición para estos varones retentivos? Lo diré así: no pueden perder la fantasía de un padre al que le dejan las mujeres, porque elegir una mujer podría ser quitársela. Pueden incluso estar identificados con ese padre que las posee a todas, pero tenerlas a todas es lo mismo que estar con ninguna. Esto que parece abstracto se puede ilustrar con una figura de nuestro tiempo que bien podría ser la de Hugh Hefner y su ejército de conejitas de Playboy, es decir, un hombre mayor que de lo único que puede gozar es de su impotencia. ¿Por qué digo que permanece impotente quien no realiza el acto parricida de quitarle una mujer al padre? Porque permanece en una actitud contemplativa, es decir, pasiva; y si bien la impotencia de la que hablo es eminentemente psíquica, lo cierto es que las consultas por impotencia (física) se han multiplicado en los últimos años.
“Estoy mirando”, dicen muchos de los potenciales clientes de negocios y vidrieras. “Estoy mirando”, dicen muchos de los varones de nuestro siglo que prefieren la posición del espectador (por ejemplo, en las redes sociales y aplicaciones de chat) antes que el acto. El varón pasivizado mira y no toca, no se anima al acto parricida de competir con el padre. En otro lugar volveré sobre la importancia de la fantasía parricida como resorte fundamental de la masculinidad; aquí me refiero a la fantasía inconsciente basada en la suposición de un padre que sería el que goza de todas las mujeres.[3]
Sin embargo, ¿no es el psicoanálisis la experiencia que enseña que sólo se tiene una mujer cuando se la pierde? Ya antes dije que todo marido es un poco cornudo, ahora podríamos bromear y decir que una mujer se casa con un hombre, a condición de que este acepte que ella ama a otro (sea que lo llamemos Serrat, Sabina, Sandro, y para cada letra tendríamos un nombre propio). ¡Todas las mujeres son de Serrat! Ya lo sabía Fabián Casas cuando escribió en Ensayos bonsai: “A mí me gusta Serrat. A mi mamá también le gusta Serrat y me lo hizo escuchar infinidad de veces”. Esta fantasía es la que subtiende muchos de los celos del varón actual, cuya resolución puede entenderse con esta referencia a lo materno.
Porque, ¿desde dónde ama una mujer a estos hombres ejemplares? Por lo general, desde un punto de vista maternal. La adoración por el ídolo no expone más que una actitud tierna. Además, las mujeres siempre nos son infieles con los hijos. Este es un aspecto estructural que el varón de nuestro tiempo rechaza: perder la mujer en favor de los hijos. Por eso no pocos problemas conyugales de nuestro tiempo se desencadenan con el acceso de la descendencia, como ocurre sobre todo con padres celosos de sus hijos que no pueden dejar de hacer reclamos sexuales que desconocen el puerperio. No por nada cada vez más varones deciden no tener hijos. Esta decisión encubre muchas veces los celos y el miedo a la infidelidad de la mujer, que cuando se la teme con otro varón es porque esconde que ella, como madre, siempre relega al marido a un lugar secundario en escala de importancia. Así me lo dijo una vez un paciente: “Es muy fuerte ser padre, ahí te das cuenta de que sos la segunda persona más importante para tu mujer”. Me acuerdo que le respondí: “No me gusta contradecir a los optimistas”.
[1] La idea de castración tiene muchos sentidos en psicoanálisis. A lo largo del libro iré desplegando algunos de ellos. Desde ya que no es una noción que se deba entender en sentido literal; por ejemplo, en este párrafo quiere decir algo bastante sencillo: que el tiempo nos condiciona, que neuróticos son aquellos que viven en la fantasía porque en esta no hay tiempo, es decir, siempre es posible hacer tal o cual cosa, con solo quererlo; por eso también podría decirse que neurótico es quien vive aferrado a posibilidades, a mundos posibles, mientras que el tiempo es real, porque nos muestra que a veces queremos ciertas cosas, pero aun así se fue el tren, como le ocurre al muchacho obsesivo que piensa con llamar a su ex para decirle que la ama y, en efecto, lo hace, pero dos años después, cuando ella ya está en pareja con otro y le dice: “¿Cómo puede ser que me lo digas ahora? ¿Sabés el tiempo que te estuve esperando?”. No quiere decir esto que lo adecuado sería que alguien actúe en el tiempo preciso, porque justamente no hay nada más obsesivo que esperar el tiempo oportuno. Como canta Jorge Drexler en su canción Inoportuna: “¿Quién sabe cuándo es el momento de decir ‘ahora’?”. En definitiva, en un análisis se aprende a actuar con cierta prisa, al menos para que no sea demasiado tarde.
[2] Eva Illouz, Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Buenos Aires, Katz, 2007.
[3] Resumo el hilo argumentativo de estos párrafos con esta pregunta: ¿por qué los varones son celosos de las mujeres? No es claro decir que es porque el deseo es posesivo, ya que la pregunta se desplazaría: ¿cómo los varones llegan a tener un deseo posesivo? Decir que es porque vivimos en una sociedad patriarcal, es decir, alegar un determinismo cultural tiene el problema de que podría objetarse que la cosa es al revés: que es por los deseos que tenemos que vivimos en una sociedad determinada. ¿Qué viene primero, el deseo o lo social? Pero ¿qué deseo no es social? Por lo tanto, dar cuenta de lo social es explicar los deseos y por eso el psicoanálisis es también una psicología social. Es lo que Freud desarrolla en el mito que vengo comentando, donde explica que los primeros celos del varón son hacia el padre, hacia el deseo del padre que los excluye: un hijo es quien tiene celos de ese otro varón que es el padre, con cuyo deseo se identifica y, por lo tanto, solo con el costo de ser pasivizado es que puede ser deseado por el padre; así surge el parricidio y la culpa, porque no puede haber duelo por alguien cuyo deseo se deseaba, solo culpa e identificación narcisista: así el varón empieza a desear a las mujeres, con el deseo del padre, y al desearlas se juega una contradicción: con ese deseo verifica el parricidio (y la culpa, por eso los celosos suelen pedir perdón después de sus escenas o sentirse avergonzados), pero lo necesita para recuperar al padre (por eso el varón busca en la mujer al padre, que puede ser el de ella con el que competir; o, de otro modo: una mujer es lo que media entre un varón y otro varón). Los varones son posesivos, entonces, por esa raíz homoerótica que es la relación con el padre (por eso es incompleta la hipótesis tradicional que atribuye una homosexualidad latente al celoso): en los celos de un varón se trata de la pasividad (que solo puede ser con el padre), de decir “El padre es mío” a través de la pasivización de la mujer.