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Número 15

CICLO DE SÁBADOS: LOS ROSTROS DE LA MASCULINIDAD

Sumando aportaciones: Ni neuróticos ni psicóticos: solteros. El fin de la masculinidad en el siglo XXI

Por Luciano Lutereau

En estos días una noticia ha conmovido al mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) –según han informado diferentes me­dios– incluyó a las personas que no forman una relación de pareja en el grupo de los “infértiles”. El fundamento de la decisión radica en la buena intención de ampliar derechos, esto es, que aquellas personas que no pueden procrear por motivos biológicos puedan acceder igualmente a la fertilización in vitro. No obstante, como suele ocurrir con las buenas intenciones, pue­den producir un efecto sorpresivo. En este caso, la conclusión que se desprende casi de manera literal a partir de la sanción es ¡afirmar que ser soltero es una discapacidad!

 

Llegados a este punto, podríamos preguntar­nos, ese revés que expone la declaración de la OMS, ¿no impone pensar que puede haber algo sintomático en la soltería? Cuando digo “sintomático” no me refiero a algo patológico en sentido estricto, sino a un uso amplio de la pa­labra, es decir, como sinónimo de “conflictivo”. Un síntoma es un modo de resolver un conflicto y, a veces, hasta puede ser lo más sano que alguien hace en cierta circunstancia. Por ejem­plo, así como una noche de fiebre intensa es parte –en algunos casos– del proceso del res­tablecimiento del cuerpo, un síntoma psíquico puede ser la mejor manera de atravesar un conflicto que, hasta ese momento, permanecía mudo. Esto vale tanto para fenómenos cotidia­nos de la vida de un niño, como cuando llama la atención de sus padres y, para el caso, les devuelve un mensaje que invierte su expecta­tiva –recuerdo a esa madre que preparó a su hija para un examen durante una semana en­tera y esta reprobó en el tema más evidente y que era de mayor interés para la madre, ¿no alcanza esta situación para que el síntoma se­ñale que, antes que de un déficit cognitivo, se trata de una pregunta (“¡Me lo hizo a propó­sito!”, dicen algunos) acerca de cómo hay co­sas de su madre que esa niña se niega (porque no puede o no quiere) a escuchar?–; pero tam­bién vale para la vida de todo adulto, como le ocurre a ese varón que se pone celoso cuando empieza a sentirse enamorado. Aquí los celos no son algo patológico sin más, un error que deba ser erradicado sin más, sino la oportuni­dad de una interpretación que sobre todo cam­bie la vida de quien ama. Es esta la diferencia entre síntoma y problema, según la cual este último se resuelve objetivamente, dado que re­quiere una solución que le ponga término en la realidad, mientras que los síntomas llevan a que cambiemos nosotros, para que la realidad pueda cambiar después. Si yo soy celoso, puedo alejarme de la mujer que amo para no sentirme así; puedo ponerme posesivo y arrui­nar la relación; y así muchas más reacciones que evidencian tratar mi síntoma como si fuera un problema. Ahora bien, si me decido a anali­zar mis celos, aprenderé seguramente a vivir el amor de una forma diferente, con menos de­pendencia y temor. No se trata, entonces, de que mi síntoma tenga que ser eliminado, sino de que lo atraviese para que lo más profundo de mi ser tenga otra chance de vivir. Segura­mente no dejaré de ser celoso, pero sí podré evitar actuar mis celos –despejar las infinitas suposiciones a que me llevan, las malas inten­ciones que no puedo dejar de atribuir y otros condimentos que cualquier celoso conoce– para no dañar al otro ni echar a perder una re­lación por inseguridad. Volvamos a nuestro sol­tero.

 

En cierta ocasión Jacques Lacan se refirió a la “ética del soltero” (a partir de un comentario al escritor Henri de Montherlant y su novela Los solteros): soltero no es quien no tiene pareja formal (marido o esposa), un soltero no es al­guien a quien le falte la pareja, sino aquel que rechaza que su lazo con otro pueda ser el de una pareja. Ser soltero es más bien una actitud psíquica y, por lo tanto, alguien puede estar ca­sado legalmente y portarse como un soltero –por ejemplo, cuando evita hablar de su pareja en público–, tanto como puede haber quien no tenga una relación regular ni conviva con otra personas, pero en sus encuentro ocasionales no se niegue a la interpelación del otro, al com­promiso que puede implicar el vínculo amoroso cuando no se trata al otro como un mero instru­mento de placer personal. Soltero, entonces, es quien no quiere saber nada de un lazo que lo comprometa con otro. ¿No es lo que le pasa al celoso que mencioné en el párrafo anterior, que huye para evitar el conflicto y prefiere la co­modidad de estar tranquilo, quizá siempre en relaciones que solo se basan en la seducción? ¿No es el caso de aquellos varones que, hoy en día, dicen “No busco nada serio”? Me in­teresa que Lacan habla de una “ética” para re­ferirse al soltero, porque sin duda tiene que ver con una forma de posicionarse y de actuar. Ser soltero no es un estado civil, sino un modo de andar en la vida y de relacionarse con los de­más. Por eso al principio califiqué de paradoja el resultado de la noticia de la OMS: no creo que los solteros sean discapacitados, sino que son personas que eligieron un modo de vida basado en desconocer el compromiso con el otro. Es claro que la OMS y yo no hablamos de las mismas personas, sino que tomo esa noti­cia para partir de un síntoma social: la dificultad para formar vínculos amorosos duraderos.

 

“El soltero es el que se hace el chocolate solo”, dijo también Lacan en el seminario El reverso del psicoanálisis, esta vez con una alusión al artista Marcel Duchamp. Sin duda, de acuerdo con la metáfora culinaria, podríamos sostener con ironía que quien logra cocinar para uno solo es una persona que está gravemente en­ferma (¡lo digo en chiste! Como contrapunto a lo que antes dije que un síntoma no necesaria­mente es algo patológico). Es que al cocinar para uno solo siempre corroboramos una espe­cie de “falta de proporción”: o bien no es sufi­ciente o, por lo general, queda un resto. Enton­ces, ¡conflicto! Hay diversas formas de tratar ese resto conflictivo, ya sea ponerlo en el free­zer, guardarlo en un tupper como almuerzo para el día siguiente, comerlo sin ganas tan solo para que no quede o no tirarlo. Tan solo. Y muchas personas hoy dan cuenta del profundo malestar que les causa cenar en soledad, ya sea porque lo hacen mientras miran televisión o están en la computadora, o parados junto a la mesa o directamente de la olla. Sin duda la sol­tería tiene un costo muy grande: “Cuando sos joven podés coquetear con las ganas de que­darte sola, porque siempre hay alguien en al­guna parte, para visitar, para que venga a visi­tarte, si no estás con pareja, están los amigos, pero con los años la soledad ya no hace com­pañía”, me dijo hace poco una mujer que ron­daba los 40 años

 

Ese resto conflictivo (“sobras” se lo llama a ve­ces) que se produce en el momento de cocinar y comer, instituye la hipótesis de que el ser hu­mano puede estar abierto al encuentro con el otro en el más trivial de los actos. En efecto, nadie cocina para sí mismo y como resto ob­tiene una paella. Nadie hace una orgía gastro­nómica cuando está solo, sino que reserva ese resto que invita a un otro o, mejor dicho, que hace del otro un invitado. No por nada muchos encuentros amorosos inician por la invitación a cenar.

 

La noticia de la OMS es inquietante. Nuestra época está obsesionada con hacer de las cues­tiones sexuales un asunto de “salud”. La cre­ciente normativización biopolítica a que esto conduce podría ser preocupante. Científicos y especialistas investigan las más diversas ma­neras de cercar el sexo: otra noticia reciente –basada en esas triviales investigaciones de científicos de Connecticut, Michigan, Massa­chusetts u otra ciudad norteamericana, que los portales matutinos replican– afirmaba que te­ner sexo durante la mañana estimula el ritmo cardíaco. Sin embargo, nadie se pregunta por qué en la sociedad actual mucha gente no tiene con quien compartir una cena. En este sentido el psicoanálisis es la única práctica que inte­rroga a contrapelo los actos mínimos por los que alguien sufre en su vida cotidiana.

 

La comodidad ante todo

 

Es una queja habitual, en nuestros días, la de­nuncia de que los varones rehúyen los compro­misos. No solo no quieren casarse, sino que marcan todo tipo de distancias con sus “pare­jas” (a las que incluso llaman “la chica con la que estoy saliendo”). Se ha pasado del nombre propio de la enamorada (que tanto costaba confesar) a la descripción definida: “la vecina del tercer piso” o “la amiga de la prima de un amigo”.

 

“Así estamos bien”, suelen decir los varones; o bien, ante el menor avance de ella: “No te con­fundas”, como si el deseo pudiera no implicar una confusión, ese punto en que el encuentro sale del anonimato y se convierte en una rela­ción. El varón de nuestro tiempo, en muchos casos, rechaza esta coyuntura, como si se hu­biera apoderado de él una suerte de tabú del contacto. Por esta vía, actúa cierta posición cí­nica que no es más que un modo de confor­mismo narcisista. Se rechaza la interpelación del otro, se prefiere hacerse reconocer como deseante antes que realizar un deseo. Por eso a veces alcanza con la seducción virtual, con la galantería que no lleva al encuentro, que queda en el mero flirteo.

 

Eventualmente, se puede permanecer en esta actitud durante mucho tiempo. Era el caso de un muchacho al que, en cierta ocasión, le pre­gunté: “¿Cómo se llama la chica con la que es­tás saliendo hace un año?”. Sin embargo, mi pregunta no lo incomodó. El soltero contempo­ráneo es impermeable al tiempo y sus efectos, esa incidencia del factor temporal que en psi­coanálisis llamamos “castración”.[1] De este modo, la ética del soltero es la de quien nada quiere saber de la castración, es decir, de la pérdida que constituye el erotismo. Si alguien no está dispuesto a perder, tampoco podrá amar mucho. Porque ¿quién puede dudar de que el amor es una pérdida de tiempo? Los enamorados pierden tiempo cuando divagan mentalmente y piensan en quien aman en lugar de hacer las cosas que tendrían que hacer; pierden también dinero, ¿o no es común escu­char hoy en día que muchos varones evalúan las salidas con mujeres como un “gasto”? El soltero, en cambio, prefiere mantenerse –de acuerdo con el título de un libro de Eva Illouz– en una “intimidad congelada”,[2] a veces captu­rada en un perfil de red social, en el que todas las posibilidades son virtuales y, por lo tanto, ninguna se efectiviza.

 

Recuerdo otro caso. El de un muchacho que me hablaba de una conferencia de Michel Fou­cault sobre la muerte del autor. Realizaba toda una explicación intelectual sobre el sujeto en la modernidad y el yo posmoderno confundido con el murmullo anónimo del lenguaje. Le dije que esa “confusión” bien podía justificar la co­bardía: firmar algo siempre tiene un costo. Se rió y recordó haberme dicho antes que, para él, el matrimonio no era más que una firma. Sin embargo, había que ir a firmar… Quedó tocado y continuó: tenía la fantasía de que formalizar el vínculo con su “chica”. Me reí de que también la llamara “compañera”; entonces le dije que compañía se hacían los pájaros. Él entendió que yo había dicho: “los pajeros”. En fin, si for­malizaba la relación ya nada sería igual y, por cierto, no lo sería. Se lo confirmé.

 

“Firmar como novio”, dijo, y se rió nuevamente al pensar que esta era una función vacía. “Es ir a poner la cara en las reuniones, estar para la foto, hacer el papel de boludo”. Yo escuché otra cosa y le dije que, en su caso, era también una manera de evitar la fantasía de ser engañado. Solo a los novios se les mete los cuernos. “Oh sí, estoy mirando a tu novia ¿y qué?”, le canté (una canción de Babasónicos). Y, por unos se­gundos, con esa irrealidad instantánea que a veces tienen las sesiones de psicoanálisis, cantamos juntos.

 

Luego se acordó del famoso chiste en que una chica dice que tiene novio y el seductor res­ponde “No soy celoso”. “No autorizarse a ser el novio para evitar los celos”, le dije.

 

No obstante, ¿no se trata de que todo varón condescienda a ser un poco cornudo para ser el hombre de una mujer? En un viejo seminario de 1996, pero aún de mucha actualidad, Phi­llipe Julien recordaba que ya el escritor Fran­cois Rabelais, en el siglo XVI, decía: “Toda mu­jer, aunque estuviera en cierto modo satisfecha sexualmente por el hombre, siempre está como en otro lugar”. Lo interesante es que Rabelais llama a esta actitud “coquage” (de acuerdo con el tesoro de la lengua francesa: “poner los cuer­nos”). En definitiva, la puesta de cuernos es un rasgo inevitable del matrimonio, que nombra más bien que a una mujer no se la puede po­seer (¡cuántos casos de feminicidios se expli­can por ese deseo de posesión!), no se la puede tener “toda” (¡el pobre varón paga con celos esa impotencia!), salvo que se la tenga como perdida; pero ¿qué significa “perder a una mujer”?

 

Las mujeres son del padre

 

En su libro Tótem y tabú, Freud propuso un mito originario de la civilización: en una época primitiva, habría habido un padre que poseía a todas las mujeres a costa de los hijos. Fue du­ramente criticado desde diferentes sectores: fi­lósofos, antropólogos, y aún hoy ciertos soció­logos se burlan del padre del psicoanálisis. Sin embargo, Freud jamás quiso reconstruir un mo­mento históricamente verdadero. En todo caso, el mito freudiano es una suposición presente en la fantasía de todo varón. Detengámonos en el contenido de esta ficción.

 

La idea de que habría habido un momento pri­mitivo en que el padre gozaba de todas las mu­jeres, y que solo tras la muerte del padre, los hermanos se reconocieron como tales, en un pacto que recuperaba (a través de la culpa in­ternalizada) la posibilidad de un lazo, esta vez entre semejantes, es algo que se desprende de situaciones concretas. Es el caso, por ejemplo, de todo varón que vacila ante la más nimia (y, por eso mismo, crucial) de las decisiones: la de ponerse de novio o establecer una pareja.

 

¿Cuántas veces he escuchado a varones ofre­cer los más diversos argumentos para evitar dar ese paso? Porque “si me pongo de novio, entonces no voy a poder salir con otras muje­res”, decía un muchacho, para quien la fideli­dad no era (sus dichos lo demostraban) una im­posición abstracta (un ideal social) sino una consecuencia ética de su acto, por lo tanto, me­jor mantenerse un paso detrás de esa implica­ción y declararse “poliamoroso”, pero de una forma particular: hacer del poliamor un modo de pedirle al otro que le permita (casi un pedido de permiso) tener otros vínculos. O bien, el caso de otro joven que sufría esta coyuntura con una encrucijada que podría ser típica (en la neuro­sis obsesiva): al ponerse de novio y visitar por primera vez la casa familiar de su pareja, siem­pre –y en esa fatalidad se reconoce el síntoma, el retorno de un conflicto no resuelto– se en­contraba con que le gustaba también la her­mana de su novia. Podría haber sido una amiga, o una prima, o cualquier otra mujer que sirva a los fines de expresar el desgarramiento del ser moral que impone una decisión de este tenor.

 

Por eso muchos varones de nuestro tiempo di­rectamente optan por ahorrarse el conflicto. Y valga la metáfora del ahorro para denotar el ca­rácter avaro de esta posición. Realizan lo que llamo una “regresión al erotismo anal” –basado en la retención y en no querer perder nada– que los deja en una actitud especulativa y cal­culadora. Pueden parecer grandes seductores, pero son dosificadores de un amor que se da con cuentagotas. Dan lo (poco) que tienen, cuando el amor es dar aquello que falta. Quien da lo que (le) sobra, no ama; que solo ama quien da lo que (le) falta es obvio si pensamos en que, en última instancia, quien ama se da a sí mismo o, como dice la canción de Sui Gene­ris: “No pido nada a cambio de darte, lo poco que tengo, mi vida y mis sueños”.

 

Por lo tanto, ¿qué posición para estos varones retentivos? Lo diré así: no pueden perder la fan­tasía de un padre al que le dejan las mujeres, porque elegir una mujer podría ser quitársela. Pueden incluso estar identificados con ese pa­dre que las posee a todas, pero tenerlas a to­das es lo mismo que estar con ninguna. Esto que parece abstracto se puede ilustrar con una figura de nuestro tiempo que bien podría ser la de Hugh Hefner y su ejército de conejitas de Playboy, es decir, un hombre mayor que de lo único que puede gozar es de su impotencia. ¿Por qué digo que permanece impotente quien no realiza el acto parricida de quitarle una mujer al padre? Porque permanece en una actitud contemplativa, es decir, pasiva; y si bien la im­potencia de la que hablo es eminentemente psíquica, lo cierto es que las consultas por im­potencia (física) se han multiplicado en los últi­mos años.

 

“Estoy mirando”, dicen muchos de los potencia­les clientes de negocios y vidrieras. “Estoy mi­rando”, dicen muchos de los varones de nues­tro siglo que prefieren la posición del especta­dor (por ejemplo, en las redes sociales y apli­caciones de chat) antes que el acto. El varón pasivizado mira y no toca, no se anima al acto parricida de competir con el padre. En otro lu­gar volveré sobre la importancia de la fantasía parricida como resorte fundamental de la mas­culinidad; aquí me refiero a la fantasía incons­ciente basada en la suposición de un padre que sería el que goza de todas las mujeres.[3]

 

Sin embargo, ¿no es el psicoanálisis la expe­riencia que enseña que sólo se tiene una mujer cuando se la pierde? Ya antes dije que todo marido es un poco cornudo, ahora podríamos bromear y decir que una mujer se casa con un hombre, a condición de que este acepte que ella ama a otro (sea que lo llamemos Serrat, Sabina, Sandro, y para cada letra tendríamos un nombre propio). ¡Todas las mujeres son de Serrat! Ya lo sabía Fabián Casas cuando escri­bió en Ensayos bonsai: “A mí me gusta Serrat. A mi mamá también le gusta Serrat y me lo hizo escuchar infinidad de veces”. Esta fantasía es la que subtiende muchos de los celos del varón actual, cuya resolución puede entenderse con esta referencia a lo materno.

 

Porque, ¿desde dónde ama una mujer a estos hombres ejemplares? Por lo general, desde un punto de vista maternal. La adoración por el ídolo no expone más que una actitud tierna. Además, las mujeres siempre nos son infieles con los hijos. Este es un aspecto estructural que el varón de nuestro tiempo rechaza: perder la mujer en favor de los hijos. Por eso no pocos problemas conyugales de nuestro tiempo se desencadenan con el acceso de la descenden­cia, como ocurre sobre todo con padres celosos de sus hijos que no pueden dejar de hacer re­clamos sexuales que desconocen el puerperio. No por nada cada vez más varones deciden no tener hijos. Esta decisión encubre muchas ve­ces los celos y el miedo a la infidelidad de la mujer, que cuando se la teme con otro varón es porque esconde que ella, como madre, siempre relega al marido a un lugar secundario en es­cala de importancia. Así me lo dijo una vez un paciente: “Es muy fuerte ser padre, ahí te das cuenta de que sos la segunda persona más im­portante para tu mujer”. Me acuerdo que le res­pondí: “No me gusta contradecir a los optimis­tas”.

 

 

 

[1] La idea de castración tiene muchos sentidos en psicoanálisis. A lo largo del libro iré desplegando algunos de ellos. Desde ya que no es una noción que se deba entender en sentido literal; por ejemplo, en este párrafo quiere decir algo bastante sencillo: que el tiempo nos condiciona, que neuróticos son aquellos que viven en la fantasía porque en esta no hay tiempo, es decir, siempre es posible hacer tal o cual cosa, con solo quererlo; por eso también podría decirse que neurótico es quien vive aferrado a posibilidades, a mundos posibles, mientras que el tiempo es real, porque nos muestra que a veces queremos ciertas cosas, pero aun así se fue el tren, como le ocurre al muchacho obsesivo que piensa con llamar a su ex para decirle que la ama y, en efecto, lo hace, pero dos años después, cuando ella ya está en pareja con otro y le dice: “¿Cómo puede ser que me lo digas ahora? ¿Sabés el tiempo que te estuve esperando?”. No quiere decir esto que lo adecuado sería que alguien actúe en el tiempo preciso, porque justamente no hay nada más obsesivo que esperar el tiempo oportuno. Como canta Jorge Drexler en su canción Inoportuna: “¿Quién sabe cuándo es el momento de decir ‘ahora’?”. En definitiva, en un análisis se aprende a actuar con cierta prisa, al menos para que no sea demasiado tarde.

[2] Eva Illouz, Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Buenos Aires, Katz, 2007.

[3] Resumo el hilo argumentativo de estos párrafos con esta pregunta: ¿por qué los varones son celosos de las mujeres? No es claro decir que es porque el deseo es posesivo, ya que la pregunta se desplazaría: ¿cómo los varones llegan a tener un deseo posesivo? Decir que es porque vivimos en una sociedad patriarcal, es decir, alegar un determinismo cultural tiene el problema de que podría objetarse que la cosa es al revés: que es por los deseos que tenemos que vivimos en una sociedad determinada. ¿Qué viene primero, el deseo o lo social? Pero ¿qué deseo no es social? Por lo tanto, dar cuenta de lo social es explicar los deseos y por eso el psicoanálisis es también una psicología social. Es lo que Freud desarrolla en el mito que vengo comentando, donde explica que los primeros celos del varón son hacia el padre, hacia el deseo del padre que los excluye: un hijo es quien tiene celos de ese otro varón que es el padre, con cuyo deseo se identifica y, por lo tanto, solo con el costo de ser pasivizado es que puede ser deseado por el padre; así surge el parricidio y la culpa, porque no puede haber duelo por alguien cuyo deseo se deseaba, solo culpa e identificación narcisista: así el varón empieza a desear a las mujeres, con el deseo del padre, y al desearlas se juega una contradicción: con ese deseo verifica el parricidio (y la culpa, por eso los celosos suelen pedir perdón después de sus escenas o sentirse avergonzados), pero lo necesita para recuperar al padre (por eso el varón busca en la mujer al padre, que puede ser el de ella con el que competir; o, de otro modo: una mujer es lo que media entre un varón y otro varón). Los varones son posesivos, entonces, por esa raíz homoerótica que es la relación con el padre (por eso es incompleta la hipótesis tradicional que atribuye una homosexualidad latente al celoso): en los celos de un varón se trata de la pasividad (que solo puede ser con el padre), de decir “El padre es mío” a través de la pasivización de la mujer.

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*Sobre el autor:

Luciano Lutereau es psicoanalista, doctor en Psicología y Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Este artículo es un fragmento de su próximo libro El fin de la masculini­dad. Cómo amar en el siglo XXI, que concluye la serie iniciada por Más crianza, menos terapia (2018) y Esos raros adolescentes nuevos (2019).

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